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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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Quise correr, pero no me llegaba el aliento.

Los pulmones se me arrugaban como odres

vacíos. Mis sienes eran dos tambores con los

parches tensos. Un bofetón de los que tumban

a un buey me devolvió el resuello y los

sentidos. Y, ahí mismo, rompí a gemir y a

morderme los labios rotos. El sabor de mi

propia sangre me trajo el apetito por verter la

de otros.

—¿A quién hay que matar? —fueron mis

primeras palabras.

—De momento, Yago, es menester que deis el

adiós a vuestro padre —me frenó el cura.

—¿Aún vive? —grité con una pizca de

esperanza.

—No por mucho, hijo mío. Ya lleva puestos los

óleos del tránsito, solo le falta bendeciros para

irse en paz.

—¿Y a qué esperamos?

Dídac puso a nuestra disposición una xeiteira

robusta y marinera. Con ella atravesamos la

ensenada del puerto hasta topar con la muralla

a la altura del Parrote, por cuya puerta de mar

entramos. El mosén tuvo la preocupación de

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