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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

–Como un gesto de amistad y de estima especial, te dejaré

escoger cómo quieres que te cocine. Si frito en una sartén

o a la olla con salsa de tomate.

–La verdad –respondió Pinocho– es que si puedo escoger,

prefiero que me deje en libertad, para poder volver a mi

casa.

–¿Es un chiste? ¿Te parece que voy a dejar perder la oportunidad

de probar un pescado así de raro? Tampoco se pesca

un pez-títere todos los días en estos mares. Deja que yo me

encargue: te voy a fritar en la sartén con los demás pescados

y vas a estar muy contento, vas a ver. Fritarse en compañía

de otros siempre es un consuelo.

Con esta broma el infeliz Pinocho empezó a llorar, a dar

alaridos y a rogar, y llorando decía:

–¡Hubiera sido mejor ir al colegio!... ¡Le hice caso a mis

compañeros y ahora pago los platos rotos! ¡Ih!... ¡ih!...

¡ih!...

Y como se retorcía como una anguila y hacía esfuerzos

increíbles para zafarse de las zarpas del pescador verde, éste

agarró una pita de junco y amarrándole las manos y los pies

como a una morcilla, lo tiró en la coca junto a los demás.

Después, sacando una especie de bandeja de madera

maltrecha y llena de harina, empezó a enharinar todos los

pescados y, al irlos enharinando, los iba tirando a la sartén

a que se fritaran.

Los primeros que cayeron en el aceite hirviente fueron

las pobres merluzas. Después les tocó a los capitones, después

a los lenguados, después a las lubinas y a las sardinas,

y al final llegó el turno de Pinocho. El cual, viendo la muerte

tan cerca (¡y qué fea muerte!) fue presa de tal terror y de tales

temblores que no tenía ya ni voz ni aliento para rogar por

su vida.

¡El pobre muchacho rogaba con los ojos! Pero el pescador

verde, sin siquiera notarlo, lo pasó cinco o seis veces por

la harina, enharinándolo tan bien de la cabeza a los pies que

parecía haberse convertido en un títere de yeso.

Entonces lo agarró por la cabeza y…

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