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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

que le decía el Papagayo, empezó a cavar con las manos y

las uñas la tierra que había regado. Cavó, cavó y cavó, e hizo

un hueco tan profundo que habría cabido un pajar. Pero las

monedas no estaban.

Desesperado, volvió corriendo a la ciudad y se fue directo

a los tribunales para denunciar ante el juez a los dos malandrines

que lo habían robado.

El juez era un simio de la raza de los Gorilas, un viejo gorilón

muy respetable por su avanzada edad y por su barba

blanca, y sobre todo por sus anteojos de oro, sin lentes, que

tenía que usar en todo momento a causa de una inflamación

que lo atormentaba desde hacía años.

Pinocho, en presencia del juez, contó con pelos y señales

el vil fraude del que había sido víctima. Dio los nombres, los

apellidos y las señas personales de los malandrines y concluyó

exigiendo justicia.

El juez lo escuchó con gran benignidad, se involucró muchísimo

en el relato, se enterneció y se conmovió, y cuando

el títere no tuvo más que añadir, estiró la mano y tocó la

campanilla.

Al sonido de la campanilla aparecieron de golpe dos perros

mastines vestidos de gendarmes.

Entonces el juez, señalando a Pinocho, les dijo a los gendarmes:

–Este pobre diablo fue víctima de un robo de cuatro monedas

de oro, así que agárrenlo de inmediato y métanlo a la

cárcel.

El títere, sintiéndose entre la espada y la pared a causa de

esa sentencia, quedó petrificado y aunque quiso protestar,

los gendarmes le taparon la boca y se lo llevaron al calabozo,

cosa de ahorrarse una pérdida de tiempo innecesaria.

Allí tuvo que permanecer cuatro meses, cuatro larguísimos

meses, y se habría quedado aún más de no haber sido

por una afortunada coincidencia. Pues hay que saber que el

joven Emperador que reinaba en la ciudad de Atrapa-Bobos,

logrando una gran victoria contra sus enemigos, ordenó altas

fiestas públicas, luces, fuegos artificiales, carreras de caballos

y de velocípedos, y en un gesto de grandeza, mandó

que se abrieran las puertas de todas las cárceles y que se liberara

a los malandrines.

–Si los demás salen de la cárcel yo también quiero salir –

le dijo Pinocho al carcelero.

–Usted no –respondió el carcelero–, usted no es un…

–Perdóneme –le replicó Pinocho–, ¡pero yo también soy

un malandrín!

–En este caso tiene toda la razón –dijo el carcelero y, quitándose

el sombrero respetuosamente y saludándolo, le

abrió las puertas de la cárcel y lo dejó escapar.

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