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Las aventuras de Pinocho
Carlo Collodi
–Es muy fácil. En vez de volver a tu casa, tienes que venir
con nosotros.
–¿Y adónde me quieren llevar?
–Al País de los Crédulos.
Pinocho pensó un poco y después dijo decididamente:
–No, no quiero ir. Ya estoy muy cerca de mi casa y quiero
llegar y ver a mi papá que me está esperando. Quién sabe
cuánto haya sufrido el pobre viejo ayer al ver que yo no volvía.
Yo he sido un niño muy malo, y el Grillo Parlante tenía
razón cuando decía: “a los niños desobedientes nunca les va
bien en este mundo”. Y yo lo confirmé en carne propia, porque
me han pasado muchas desgracias, e incluso ayer por
la noche en la casa de Tragafuego estuve en peligro… ¡Brrr!
¡Me dan escalofríos de sólo pensarlo!
–Entonces –dijo el Zorro–, ¿de verdad quieres irte para la
casa? ¡Vete, peor para ti!
–¡Mucho peor para ti! –repitió el Gato.
–Piénsalo muy bien, Pinocho, porque estás dándole una
patada a la buena suerte.
–¡A la buena suerte! –repitió el Gato.
–Tus cinco pesitos, de hoy a mañana se convertirían en
dos mil.
–¡En dos mil! –repitió el Gato.
–¿Pero cómo es posible que se vuelvan tantos? –preguntó
Pinocho con la boca abierta del asombro.
–Ven te explico –dijo el Zorro–. Hay que saber que en el
País de los Crédulos hay un campo mágico, conocido por
todo el mundo como el Campo de los Milagros. En este campo
tú haces un pequeño hueco y adentro pones, por ejemplo,
un peso de oro. Después tapas el hueco con un poco de tierra,
lo riegas con dos baldes de agua de la fuente, le tiras encima
una pizca de sal, y por la noche te vas tranquilamente
a tu cama. Durante la noche, el peso germina y florece y al
otro día, al amanecer, cuando vuelves al campo ¿qué te encuentras?
Te encuentras un hermoso árbol cargado de tantas
monedas de oro como granos suele tener una espiga de
trigo en el mes de junio.
–Y entonces –dijo Pinocho cada vez más anonadado– si
yo entierro en ese campo mis cinco monedas, ¿cuántas tendría
al otro día?
–Es una cuenta muy fácil –respondió el Zorro–, una cuenta
que podemos sacar con los dedos de la mano. Ponle que
cada moneda te produzca un racimo de quinientas. Multiplicas
el quinientos por el cinco, y a la mañana siguiente
tendrás en el bolsillo dos mil quinientas monedas brillantes
y sonantes.
–¡Oh, qué maravilla! –gritó Pinocho bailando de la dicha–.
Apenas recoja estas monedas me voy a quedar con dos
mil y las otras quinientas se las voy a dar de regalo a ustedes
dos.
–¿A nosotros, un regalo? –gritó el Zorro indignándose y
ofendiéndose–. ¡Dios te libre!
–¡Te libre! –repitió el Gato.
–Nosotros –retomó el Zorro– no trabajamos por vil interés,
trabajamos únicamente para enriquecer a los demás.
–¡A los demás! –repitió el Gato.
–¡Qué gente tan correcta! –pensó Pinocho para sus adentros
y, olvidándose ahí mismo de su papá, del abrigo nuevo,
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