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Las aventuras de Pinocho
Carlo Collodi
–De ahora en adelante –dijo el comprador horrorizado–
juro no comer pescado. ¡Qué espanto abrir una merluza o
una sardina frita y encontrarme una cola de burro!
–Estoy de acuerdo con usted –respondió el títere riendo–.
Por lo demás, debería saber que cuando los peces terminaron
de comerme todo ese recubrimiento de burrito que me
tapaba de la cabeza a los pies, llegaron, como era de esperarse,
al hueso… o más exactamente, a la madera, porque,
como puede ver, estoy hecho de una madera durísima. Al
dar los primeros mordiscos, los peces glotones notaron que
la madera no era carne para sus dientes, y asqueados de este
alimento indigesto se fueron por aquí y por allá, sin girarse
siquiera a darme las gracias. Y así es como usted, jalando
cuerda, se encontró a un títere vivo, en vez de un burrito
muerto.
–Me rio de su historia –gritó el comprador enfurecido–.
Yo me gasté veinte centavos comprándolo y quiero mi plata.
¿Sabe qué voy a hacer? Lo voy a llevar otra vez al mercado,
y lo voy a vender como leña seca para prender la chimenea.
–Véndame si quiere, yo feliz –dijo Pinocho.
Pero al decir esto, dio un hermoso brinco y cayó directo
en el agua. Y nadando alegremente y alejándose de la playa,
le gritó al pobre comprador:
–¡Adiós, querido dueño! ¡Si necesita un pellejo para hacer
un tambor, no dude en preguntarme!
Y después reía y seguía nadando, y pasado un rato, volvía
a girarse hacia atrás y gritaba más fuerte:
–¡Adiós, querido! ¡Si necesita un poco de madera seca
para prender la chimenea, no dude en preguntarme!
En poco tiempo se había alejado tanto que ya casi no
se alcanzaba a ver. Es decir, se veía en la superficie solo un
puntico negro que, de vez en cuando sacaba las piernas fuera
del agua y hacía saltos y piruetas como un delfín de muy
buen humor.
Mientras Pinocho nadaba a la deriva, vio en medio del
mar un escollo que parecía de mármol blanco, y encima del
escollo una linda cabrita que balaba amorosamente y le hacía
gestos de acercarse a ella.
Lo más raro de todo era esto: que la lana de la cabrita,
en vez de ser blanca, o negra, o de una mezcla de esos colores,
como las de las otras cabras, era en cambio toda azul, de
un azul turquesa tan brillante que recordaba muchísimo al
pelo de la hermosa Niña.
Los dejo a ustedes pensar cómo empezó a latir de fuerte el
corazón de Pinocho. Redoblando sus esfuerzos y su energía,
nadó hacia el escollo blanco, y ya iba a mitad de camino cuando
de golpe se asomó del agua una horrible cabeza de monstruo
marino y empezó a nadar hacia él, con la boca abierta de
par en par como una vorágine, y con tres filas de colmillos que
de verlos incluso en pintura habrían matado de pánico.
¿Y saben quién era ese monstruo marino?
Ese monstruo marino era nada más y nada menos que
el gigantesco Tiburón-Ballena del que ya hemos hablado en
esta historia, y que por sus destrozos y su insaciable voracidad,
era conocido con el nombre de “el Atila de los peces y de
los pescadores”.
¡Imagínense el susto del pobre Pinocho, al ver a ese
monstruo! Trató de cansarlo, de cambiar de ruta, trató de
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