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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

volvió otra vez a la puerta, pero no golpeó. Se acercó una

tercera vez, y nada. A la cuarta vez, temblando, agarró el aldabón

de hierro y dio un golpecito pequeño.

Esperó y esperó, y después de media hora se abrió una

ventana del último piso (la casa tenía cuatro) y Pinocho vio

asomarse a un enorme caracol con una vela encendida sobre

la cabeza que le dijo:

–¿Quién es a estas horas?

–¿Está el Hada? –preguntó el títere.

–El Hada está durmiendo y no quiere que la despierten.

¿Quién eres tú?

–¡Soy yo!

–¿Yo quién?

–Pinocho.

–¿Pinocho quién?

–El títere, el que vive en la casa con el Hada.

–Ah, ya entendí –dijo el Caracol–, espérame ahí, que ahora

bajo y te abro.

–Apúrate, por favor, que me estoy muriendo del frío.

–Niño mío, yo soy un caracol y los caracoles nunca se

apuran.

Entonces pasó una hora, pasaron dos y la puerta no se

abría. Pinocho, temblando de miedo y de frío por el agua

que lo empapaba, se animó y golpeó a la puerta una vez más,

esta vez más fuerte.

Tras ese segundo golpe se abrió una ventana un piso más

abajo y se asomó el mismo Caracol.

–Caracolito lindo –gritó Pinocho desde la calle– ¡te estoy

esperando desde hace dos horas! Y dos horas, con este

clima, parecen más largas que dos años. Apúrate por favor.

–Niño mío –le respondió desde la ventana ese bicho todo

paz y aplomo–, niño mío, yo soy un caracol, y los caracoles

nunca tienen apuro. Y se cerró de nuevo la ventana.

Al poco tiempo sonó la campana de la medianoche. Después

fueron las dos de la mañana, y la puerta seguía cerrada.

Entonces Pinocho, perdiendo la paciencia, agarró con rabia

el aldabón de la puerta para darle un golpe que hiciera resonar

la casa entera, pero el aldabón, que era de hierro, de repente

se transformó en una anguila viva, que zafándose de

sus manos se escurrió por un riachuelo que bajaba por la calle

y se perdió.

–¿Ah, sí? –gritó Pinocho cada vez más encolerizado–. Si el aldabón

desapareció entonces voy a seguir golpeando a patadas.

Y alejándose para tomar impulso, soltó una solemne patada

en la puerta de la casa. El golpe fue tan fuerte que el pie atravesó

la madera de la puerta hasta la mitad, y cuando el títere intentó

sacarlo, no pudo. El pie se le había quedado atrapado adentro,

como una puntilla bien clavada.

¡Figúrense al pobre Pinocho! Tuvo que pasar el resto de la noche

con un pie en el piso y el otro en el aire.

Por la mañana, al despuntar el día, la puerta finalmente se

abrió. El hermoso bicho del Caracol se había demorado solamente

nueve horas bajando los cuatro pisos de la casa: todo un

récord.

–¿Qué haces con ese pie incrustado en la puerta? –le preguntó

riendo al títere.

–Fue un accidente. A ver si puedes liberarme de este suplicio,

Caracolito lindo.

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