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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

–¿Será que está muerta?... –se preguntó Pinocho frotándose

las manos de felicidad. Sin perder tiempo, intentó

saltarle por encima para alcanzar la otra parte del camino.

Pero no había terminado de levantar la pierna cuando la

Serpiente se erizó de golpe como un resorte y el títere, retrocediendo

de pánico, se tropezó y se cayó al piso.

Y tan mal cayó que quedó con la cabeza enterrada en el

fango del camino y con las piernas en el aire.

Al ver al títere, que enterrado de cabeza pataleaba con

una velocidad increíble, a la Serpiente le entró un ataque de

risa tremendo, y rio, rio y rio hasta que al fin, del esfuerzo de

reírse tanto, se le reventó una vena del pecho y ahí sí quedó

muerta en serio.

Entonces Pinocho arrancó otra vez a correr para llegar a

la casa del Hada antes de que oscureciera. En el camino, sin

embargo, no soportando más los ataques de hambre que le

daban, se metió a un cultivo con la intención de recoger algunos

racimos de uva moscatel. ¡No debía haberlo hecho!

Apenas se acercó a las uvas, ¡crac!… sintió que dos hierros

afilados le mordían las piernas y le hacían ver todas las estrellas

del cielo.

El pobre títere había pisado una trampa que unos campesinos

habían puesto ahí para atrapar a las garduñas, que

eran el flagelo de todos los gallineros de la región.

i

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Pinocho cae en manos de un

campesino que lo obliga a hacer de

perro guardián en un gallinero.

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Como pueden imaginarse, Pinocho se echó a llorar, a dar

alaridos, a rogar. Pero eran llantos y gritos inútiles, porque

alrededor no se veía ni una casa y por el camino no pasaba

un alma.

Mientras tanto se hizo de noche.

En parte por el dolor de la cuchilla que le mordía las piernas,

y en parte por el miedo de estar solo en la oscuridad en

la mitad de esos campos, el títere estaba a punto de desmayarse.

Pero de repente, viendo que una luciérnaga le pasaba

por encima de la cabeza, la llamó y le dijo:

–Luciernaguita, ¿me harías el favor de librarme de este

suplicio?...

–¡Pobre hijo mío! –respondió la Luciérnaga, parando y

mirándolo con lástima–. ¿Cómo es que te quedaste atrapado

entre esos hierros afilados?

–Me metí al cultivo para coger dos racimos de uva moscatel

y…

–¿Pero las uvas son tuyas?

–No…

–¿Y entonces quién te dijo que podías coger las cosas de

los demás?...

–Tenía hambre…

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