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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

propia!... ¡Yo te lo puedo decir! ¡Llorarás y llorarás, sin nadie

que te consuele, como hoy lloro yo… y ya será demasiado

tarde!...

Tras estas palabras susurradas tristemente, el títere, más

asustado que nunca, saltó de la grupa de su cabalgadura y

fue a agarrar a su burro por el hocico.

E imagínense cómo quedó cuando se dio cuenta de que

era su burrito el que lloraba… ¡y lloraba igual que un niño!

–¡Eh, señor Tipín! –le gritó entonces Pinocho al dueño

del carruaje–. ¿Sabe qué pasa? Este burrito está llorando.

–Déjalo que llore, reirá cuando se canse.

–¿Es que acaso usted también le enseñó a hablar?

–No, él aprendió a balbucear una que otra palabra, porque

estuvo tres años en una compañía de perros amaestrados.

–¡Pobre animal!...

–Bueno, bueno –dijo el Tipín–, no perdamos tiempo viendo

llorar a un burro. Súbete otra vez y nos vamos, ¡que la noche

es fresca y el camino largo!

Pinocho obedeció sin protestar. El carruaje retomó su camino

y a la mañana, al despuntar el día, llegaron felizmente

al País de la Recocha.

Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su

población estaba toda compuesta de niños. Los más ancianos

tenían catorce años y los más jovencitos, ocho apenas.

Por las calles, una alegría, una conmoción, ¡un ruidajero

que te partía la cabeza! Manadas de micos por todas partes,

unos jugando piquis, otros a la golosa y otros con la pelota,

unos iban en bicicleta y otros en caballitos de madera. Unos

jugaban a la gallina ciega, otros a las escondidas. Unos iban

vestidos de payasos y comían fuego, otros recitaban, otros

cantaban, otros daban saltos mortales, otros se divertían caminando

patas arriba, otros rodaban un aro y había uno que

se paseaba vestido de general con un yelmo de hojas y un sable

de cartón piedra. Otros reían, otros gritaban, otros llamaban

a otros, otros aplaudían, otros silbaban, otros imitaban

el cacareo de las gallinas cuando ponen huevos. En fin,

un delirio total, un pandemonio, un bacanal endiablado y

tan ruidoso que había que ponerse algodón en los oídos para

no quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatros de

lona repletos de niños noche y día, y en todas las paredes de

las casas se leían escritas con carbón frases hermosas como

éstas: ¡Biba la Recocha! (en vez de Viva la Recocha), ¡no qeremos

mas colejio! (en vez de no queremos más colegio), ¡abajo Larín Metica!

(en vez de la aritmética), y otras joyas similares.

Pinocho, Mecha y todos los demás niños que habían hecho

el viaje con el Tipín, apenas pusieron pie en la ciudad se

unieron a la gran barahúnda y en pocos minutos, como podrán

imaginarse, se volvieron amigos de todos. ¿Quién podría

estás más feliz, más dichoso que ellos?

En medio a los constantes juegos y divertimientos, las

horas, los días y las semanas pasaban como una ráfaga.

–¡Oh, qué linda vida! –decía Pinocho todas las veces que

se encontraba con Mecha.

–¿Ves que tenía razón? –le recordaba el otro–. ¡Y pensar

que no querías venir! ¡Y pensar que te habías metido en la

cabeza volver a la casa de tu Hada para perder el tiempo estudiando!...

Que hoy estés libre de las cargas de los libros y

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