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Las aventuras de Pinocho

Carlo Collodi

burro, ahora en el agua se haya convertido en un títere de

madera...

–Debió ser el agua de mar, que a veces es muy buena para

estas cosas.

–¡Cuidadito, títere, cuidadito!.. ¡No se atreva a divertirse

a costa mía! ¡No me vaya a sacar la piedra!

–Bueno, querido dueño, ¿quiere que le cuente la historia

de verdad? Desamárreme esta pierna y se la cuento.

El buen comprador, curioso de conocer la verdadera historia,

le desamarró al acto el nudo de la cuerda que lo tenía

atado y entonces Pinocho, libre como un pájaro en el aire,

empezó a decirle:

–Para que sepa, yo era un títere de madera, como lo soy

ahora, pero estaba a punto de convertirme en niño, como

tantos hay en este mundo. Sino que por mis pocas ganas de

estudiar y por hacerles caso a malos compañeros, me escapé

de la casa… y un buen día, despertándome, me había convertido

en un burrito con una orejas… ¡y con una cola!... ¡qué

vergüenza que me dio!... ¡Una vergüenza, querido dueño,

que ojalá San Antonio bendito no se la haga pasar a usted!

Me llevaron a venderme al mercado de los burros y me compró

el Director de una compañía ecuestre al que se le metió

la idea de volverme un gran bailarín y saltador de aros. Pero

una noche, durante el espectáculo, me caí muy duro en el escenario

y me quedé cojo de ambas patas. Entonces el Director,

no sabiendo qué hacer con un burro cojo, me vendió otra

vez, ¡y usted me compró!...

–¡Así es! Y pagué veinte centavos. ¿Y ahora quién me devuelve

mis veinte centavitos?

–¿Y para qué me compró? ¡Usted me compró para hacer

un tambor con mi pellejo!... ¡un tambor!

–¡Así es!... ¿Y ahora dónde voy a encontrar otra piel?...

–No se desespere, querido dueño. ¡Hay muchos burros

en este mundo!

–Dígame, mocoso impertinente, ¿y su historia termina aquí?

–No –respondió el títere–, faltan un par de cosas y ahí sí

se acaba. Después de comprarme usted me trajo a este sitio

para matarme, pero entonces, cediendo a un sentimiento

de piedad humana, prefirió amarrarme una piedra al cuello

y tirarme al fondo del mar. Este gesto de delicadeza le

hace mucho honor y yo le estaré eternamente agradecido.

El problema, querido dueño, es que no tuvo en cuenta al

Hada…

–¿Quién es esta Hada?

–Es mi mamá, que se parece a todas las buenas mamás

que quieren mucho a sus hijos y nunca los pierden de vista,

y los ayudan amorosamente en todas las desgracias, incluso

cuando estos niños, por sus diabluras y su mal comportamiento,

se merecen que los abandonen y los dejen solos.

Decía, entonces, que la buena Hada, apenas me vio en peligro

de ahogarme, mandó hacia mí un banco infinito de

peces que creyéndome un burrito ya bien muerto, ¡empezaron

a comerme! ¡Y qué mordiscos que me dieron! ¡Jamás

habría pensado que los peces fueran más tragones que

los niños!... Unos me comieron las orejas, otros el hocico,

otros el cuello y la crin, la piel de las patas, el pelo de la espalda…

y entre ellos había un pececito tan animoso que incluso

se atrevió a morderme la cola.

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