Memorias de un Alférez Provisional - Zona Nacional
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Detrás <strong>de</strong> aquel monte (montazo, dijimos al coronarlo, días más tar<strong>de</strong>) estaba Albarracín, y con esa ciudad<br />
la interrogante que nos preocupaba. ¿Resistía Guinea? No se oía artillería; y el fuego <strong>de</strong> fusil no podíamos<br />
percibirlo por la distancia.<br />
La posición era <strong>de</strong> lo más primitivo. Sin más <strong>de</strong>fensa que el camuflado <strong>de</strong> las carrascas y <strong>un</strong>os esquemas<br />
<strong>de</strong> parapeto que habían construido los legionarios<br />
hurtando minutos al sueño. Cuatro piedras mal amontonadas en <strong>de</strong>finitiva.<br />
Emplacé las máquinas y el día transcurrió relativamente tranquilo. Relativamente, porque <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l mal<br />
ten<strong>de</strong>rete que servía <strong>de</strong> puesto <strong>de</strong> mando (allá estaban Mayoral y Coloma conmigo) era incesante el pasar<br />
y transpasar <strong>de</strong> camillas. Chorreo continuo <strong>de</strong> heridos y muertos, en ese paqueo intrascen<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> las<br />
situaciones estacionarias.<br />
Colonia y Mayoral discutían sobre la imposibidad <strong>de</strong> avanzar a menos <strong>de</strong> recibir refuerzos. El Estado Mayor<br />
estaba en ello y, mientras tanto, habíamos <strong>de</strong> resistir. No era <strong>un</strong>a operación tan sencilla (luego supimos que<br />
los sitiadores <strong>de</strong> Albarracín Elevaban más <strong>de</strong> cien armas automáticas, contra nuestras ocho viejísimas<br />
Hotchkis) pero se haría.<br />
Al anochecer estaba reventado y pedí <strong>un</strong>a camilla para dormir. Demetrio me envolvió en tas mantas que<br />
arrastraba siempre y me quedé prof<strong>un</strong>damente dormido. Cuando me <strong>de</strong>sperté, sacudido por Purroy (el<br />
enlace) ya se había armado el "cacao".<br />
¡Y qué cacao! Un festejo idéntico al <strong>de</strong> la noche anterior, con miles y miles <strong>de</strong> disparos y cientos y cientos<br />
<strong>de</strong> bombazos. Me levanté escapado.<br />
Coloma estaba con los suyos. Mayoral, responsable <strong>de</strong> nuestra posición, corría <strong>de</strong> <strong>un</strong> lado a otro con la<br />
pistola en la mano. Yo atendía al m<strong>un</strong>icionamiento <strong>de</strong> las ametralladoras y corría <strong>de</strong> <strong>un</strong>a a otra. Cada vez<br />
que pasaba por el puesto que tenía establecido (bendije mi previsión) para rellenar los cargadores vacíos<br />
que iban trayendo sin cesar, veía orgulloso cómo los cuatro legionarios que tenía encargados <strong>de</strong> este<br />
importantísimo servicio, sentados en el suelo, recargaban peines y peines, en silencio, sin que el más leve<br />
gesto <strong>de</strong>n<strong>un</strong>ciase ni siquiera preocupación ante la lluvia <strong>de</strong> balas que caían a su alre<strong>de</strong>dor.<br />
De todas partes llegaban heridos; <strong>un</strong>os por su pie, oíros acarreados en camillas, por Matute y Vicente, los<br />
maravillosos camilleros <strong>de</strong> la Catorce, que ya están en el cielo, <strong>de</strong>scansando <strong>de</strong> pasadas fatigas, y cuyas<br />
efigies copiará algún escultor e! día en que haya <strong>de</strong> elevarse <strong>un</strong> monumento a los mejores camilleros, <strong>de</strong><br />
todas las guerras.<br />
Purroy, mi enlace (pamplonés, criado en Logroño y con diecisiete años mal cumplidos) parecía <strong>un</strong>a lagartija.<br />
Siempre a mi lado cuando lo necesitaba, atendía a todo. Retiraba heridos, cargaba cajas <strong>de</strong> m<strong>un</strong>ición y<br />
corría <strong>de</strong> los parapetos al puesto <strong>de</strong> mando, siempre con <strong>un</strong>a bomba dispuesta a matar rojos, con el<br />
mosquetón caliente <strong>de</strong> tanto disparar y <strong>un</strong>a sonrisa en los labios. Cuando entramos en Albarracín ya lucía<br />
los galones <strong>de</strong> cabo que Montojo le colgó a mi propuesta.<br />
Palacios, el viejo sargento encargado <strong>de</strong>l "Pelotón", con su eterno trago <strong>de</strong> vino en los labios (navarro y <strong>de</strong><br />
Olite) subía mulos y más mulos cargados <strong>de</strong> cartuchería y bombas. Así <strong>un</strong>a hora y otra.<br />
Al fin, la potente voz <strong>de</strong> Mayoral se <strong>de</strong>jaba oír.<br />
—"¡¡¡Alto el fuego...!!!"<br />
Y en los parapetos, oficiales y sargentos repetían:<br />
—"¡¡¡Alto el fuegoooo...!!!"<br />
Unos minutos más tar<strong>de</strong> se hacía la calma otra vez. Y entre nubes <strong>de</strong> <strong>un</strong> acre humazo <strong>de</strong> pólvora, los<br />
legionarios se envolvían en las mantas para dormir <strong>un</strong><br />
rato. Los rojos no se habían salido con la suya.