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umas marítimas a través de la ventana, tras calimas nebulosas y anocheceres inciertos.<br />
—Que sí, Enri<strong>que</strong> —exclamaba don Virgilio, el dueño de la máquina de café—, lo <strong>que</strong><br />
planteo no es moral, sino empírico. Tú ya me entiendes. ¡<strong>Lo</strong>s hombres sienten <strong>un</strong>a atracción<br />
irracional por la belleza, y las mujeres sienten <strong>un</strong>a atracción irracional por la inteligencia!<br />
¿no?<br />
despensa.<br />
—Claro —reía don Enri<strong>que</strong>—, por eso la mujer tiende a ser vaca y el hombre a ser burro,<br />
—Hombre, Enri<strong>que</strong>, no me estás tomando en serio... —repuso don Virgilio.<br />
Pero en ese momento descubrió a Siseb<strong>un</strong>do y a Fabián reptando hacia la ventanuca de la<br />
—¡Cebolla! —gritó cariñosamente el maestro— ¿Dónde te crees <strong>que</strong> vas, feto de gamba?<br />
¡Arreando al comedor, so ablandabrevas! Y tú, Rosales, alma de cántaro, no te j<strong>un</strong>tes con el golfo<br />
éste <strong>que</strong> vas a acabar llorando.<br />
En efecto, acabó llorando en la comida. Por<strong>que</strong> Rogelio el Basurita, el <strong>que</strong> luego conduciría<br />
camiones de los supermercados Día en Madrid, se atiborraba la boca de macarrones en tomate.<br />
Luego los escupía solemnemente dentro del plato de Fabián, la pandilla reía a borbotones y<br />
Fabiancito gemía, sollozaba, protestaba entre dientes. En el revuelo armado por <strong>un</strong> arroz con leche de<br />
postre, los seis compinches se escurrieron por la cortina de madera dentro del aula, ágiles y delgados,<br />
como anguilas ahumadas resbalando por el desagüe. El colegio era tan chapucero <strong>que</strong>, tras el<br />
pizarrón, descubrieron <strong>un</strong> falsete escondido, sin cerradura.<br />
—¿<strong>Lo</strong> abrimos? —preg<strong>un</strong>tó Sise.<br />
—No —gemía Fabián el Tocino—, dejarlo, dejarlo <strong>que</strong> nos van a pillar.<br />
—Venga, venga —animó el Mugre.<br />
—Abre tú, Tocino —ordenó Rogelio el Basurita.<br />
La puerta daba a <strong>un</strong>a especie de almacén destartalado, <strong>que</strong> dormitaba en penumbras. Olía a<br />
cerrado y a humedad.<br />
—Ay, ay, ay —lloraba Fabián Rosales—. Algo me ha tocado la cabeza. ¡Mamá!<br />
—Una telaraña, Tocino —dijo el Basurita—. Cállate ya.<br />
—So cagón —rubricó el Conejo.<br />
Casi se le podía oír al cuarto respirar, con <strong>un</strong> ronquido lúgubre de polvo y cucarachas.<br />
Reposaban en desorden soñoliento la mayoría de cachivaches enviados desde Madrid o Sevilla y la<br />
Diputación Provincial, amodorrándose en la media luz <strong>un</strong> aletargado revoltijo de encerados, tizas,<br />
esponjas, mesas, sillas de hierro y pupitres verdes.<br />
—Menudo cabrón es el director —expuso Rogelio el Basurita—. Mi silla sin respaldo, yo<br />
hincándome los barrotes en la espalda, y todo esto aquí, nuevo y muerto de risa.<br />
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