You also want an ePaper? Increase the reach of your titles
YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.
más cercano, más y más íntimo; y cuando por fin nos montamos en su coche me preg<strong>un</strong>tó: ¿Qué<br />
harás si tu amiga no está en casa?<br />
Por supuesto era la posibilidad más lógica; hacía <strong>un</strong> año <strong>que</strong> no me escribía con Bárbara<br />
Schmidt. Podía haberse mudado, haberse ido de vacaciones, haberse muerto, cualquier cosa, y por<br />
supuesto no se me había ocurrido llamarla antes por teléfono y por supuesto las calles de Alemania<br />
en invierno a las once y media de la noche no son el mejor lugar para hacer amigos y turismo.<br />
El coche arrancó. Miré a mi acompañante con la respuesta a p<strong>un</strong>to de salirme de la boca.<br />
Mientras la calefacción apenas empezaba a f<strong>un</strong>cionar, encendí <strong>un</strong> cigarrillo y lo pasé de mis labios a<br />
los suyos. Me sonrió ampliamente. Pero, maldita sea, eran significantes demasiado poco individuales<br />
para mí.<br />
En el camino a la Schutzlosstrasse hablamos de Alemania del Este, del com<strong>un</strong>ismo <strong>que</strong> había<br />
comenzado a derrumbarse, de Picasso, de Herman Hesse, de Sevilla y de Thomas Mann. Yo<br />
temblaba con algo parecido a la alegría convulsiva, a la felicidad de <strong>un</strong> reconocimiento irreprimible.<br />
Dos o tres veces me repitió la misma preg<strong>un</strong>ta, qué harás si no encuentras a tu amiga. A mi<br />
conocida, pensaba yo, a ésa de quien no recuerdo ni la cara. No sé, no sé, n<strong>un</strong>ca he estado antes en<br />
Köln, murmuré. Y además es tan tarde, añadió ella, y no debes de tener mucho dinero, seguro <strong>que</strong> no<br />
podrás ir a <strong>un</strong> hotel. Y yo estoy sola en casa.<br />
Al cruzar los primeros semáforos de la temida Schutzlosstrasse, la muchacha dijo, casi<br />
saltando, <strong>que</strong> en caso de no encontrar a mi conocida yo debía ir a su casa a<strong>que</strong>lla noche. Recordé <strong>que</strong><br />
aún llevaba <strong>un</strong>a botella de excelente vino español en la mochila y <strong>un</strong>a piedra de hachís algecireño en<br />
el bolsillo: lo puse a su disposición. Me preg<strong>un</strong>té, antes de salir del coche para buscar a la tal<br />
Bárbara, si la dirección no podría estar equivocada. Ojalá Bárbara y Andrea se parecieran. No sé qué<br />
maldita frase dije del Fausto, mi acompañante la tradujo, entusiasmada, a su original germano, y<br />
luego, con peculiar acento, entonó de memoria: Muchos años después, frente al pelotón de<br />
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar a<strong>que</strong>lla tarde en <strong>que</strong> su padre lo llevó<br />
a conocer el hielo. Dios mío, quise, deseé besarla.<br />
Llegamos al número en cuestión, digamos el doscientos. Gran sorpresa: la dirección de mi<br />
agenda solamente señalaba la calle y el número —pero en el portal lucían <strong>un</strong>a docena de botoncitos<br />
de portero automático. Todos en el doscientos. Me alegré de no saber alemán, y de <strong>que</strong> los<br />
septentrionales respetaran más las horas <strong>que</strong> nosotros. <strong>Lo</strong>s dos nos miramos. Ella volvió a sonreír<br />
enigmáticamente, pero, maldita sea, maldita sea, el significante seguía estando vacío.<br />
—Voy a llamar a <strong>un</strong> timbre —me dijo—, y si no es, nos vamos. Uno cualquiera, por<strong>que</strong> no se<br />
ve ningún nombre.<br />
Hacía frío. Mucho frío. Una voz nasal surgió del negro altavoz. No pude resistirlo: miré a mi<br />
5