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Lo que vale un peine

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Tú tranquilo, dijo el egipcio. Simplemente, no mires a la derecha.<br />

Al instante, Ismael giró su cabeza a la derecha. A pocos metros de distancia bebían en la<br />

barra cuatro hombres y dos mujeres. Una de ellas teñía su pelo de rojo. La otra era morena y miraba<br />

a Ismael con ostentosa repulsa. El traductor admiró la belleza de su cuerpo, pero se alegró de no<br />

sentir vibrar cuerda alg<strong>un</strong>a en el alma. Volvió los ojos a Aruba.<br />

y ya seré feliz.<br />

Yo estoy muy tranquilo.<br />

Así me gusta, se alegró Aruba. Ahora sólo falta <strong>que</strong> me devuelvas mis cincuenta mil pesetas<br />

Ismael soltó <strong>un</strong>a carcajada burlona.<br />

Sí, hombre, claro. ¿Y por qué no cincuenta mil euros?<br />

Déjate de chorradas, dijo Aruba, y enarcó las cejas. No hagas bromas con el dinero. Ya te<br />

han pagado cien mil por el libro sobre eutanasia. Sabes <strong>que</strong> me debes cincuenta.<br />

Por supuesto <strong>que</strong> no, protestó Ismael. Yo no he leído <strong>un</strong>a línea sobre eutanasia en mi vida. Y<br />

a ti no te debo <strong>un</strong> duro.<br />

Maldita sea, exclamó Aruba, agarrándolo por las solapas. O me pagas o te abro la cabeza.<br />

¡Es la mitad de mi sueldo y lo saqué de la caja! ¡Me echarán a la calle!<br />

Otra lucecita surgió en <strong>un</strong> rincón del cerebro.<br />

Espera, Aruba, espera. Perdona, chico, era <strong>un</strong>a broma de mal gusto, lo siento. Mira, ahora<br />

mismo voy a <strong>un</strong> cajero automático, saco las cincuenta y te las doy, ¿de acuerdo?<br />

Más te <strong>vale</strong>, dijo Aruba, echando chispas.<br />

Ismael saltó a la calle escupiendo blasfemias. Esto es culpa de mi vecino, seguro; si Aruba lo<br />

dice es <strong>que</strong> me las prestó, no hay duda. He <strong>que</strong>dado como <strong>un</strong> cerdo. En el banco le esperaba <strong>un</strong>a<br />

ingrata sorpresa: no tenía saldo. Aporreó la máquina y se lastimó la mano. Pidió <strong>un</strong> extracto de los<br />

últimos movimientos en su cuenta. Entre reintegros menores, allí estaba: pocos días atrás había<br />

sacado ¡doscientas mil pesetas! Pero ¿para qué? Se mordió las uñas. No se acordaba de nada. Corrió<br />

a casa. Revolvió cajones y muebles, abrió libros y carpetas, vació todos los bolsillos. Nada. Maldita<br />

sea, gritaba, ¿dónde he metido ese dinero? Le oí desesperarse, y esta vez me sentí culpable. Me<br />

asomé a la ventana y pensé <strong>que</strong> aquél era mi hijo adoptado, <strong>que</strong> no podía fallarle más, como mi<br />

padre me había fallado a mí. Que la alquimia desaparecería conmigo de la faz de la tierra después de<br />

legarle a mi hijo el piso y los ahorros. Le vi salir cabizbajo al patio. Abrí la boca para llamarle.<br />

Buenas noches, dijo alguien. Pero no era yo. Ismael levantó los ojos y se encontró con Lena,<br />

la vecina checa.<br />

Buenas noches, contestó Ismael sin reconocerla.<br />

¿No te acuerdas de mí? dijo ella, sonriendo.<br />

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