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experimentos delicados. Ni mucho menos dormir en paz.<br />
Al cuarto día me armé de valor y subí las escaleras. Ante la puerta se amontonaban varias<br />
bolsas de basura, sobre las <strong>que</strong> pululaban las moscas. Llamé al timbre. La música estaba tan alta <strong>que</strong><br />
pulsé el botón varias veces, hasta <strong>que</strong> <strong>un</strong>a voz ronca gritó en el interior: Ya voy, ya voy.<br />
Asomó <strong>un</strong> rostro decepcionado: parece <strong>que</strong> esperaba a otra persona, y no ocultó su desilusión<br />
al ver a <strong>un</strong> jubilado en bata y zapatillas. Mi vecino debía de rondar la treintena, era bastante delgado,<br />
moreno y de ojos oscuros. La desdicha se pintaba en sus ojos enrojecidos, <strong>que</strong> parecían haber<br />
llorado, y la barba de cuatro días le otorgaba <strong>un</strong> indudable aspecto carcelario.<br />
Ah... fue lo único <strong>que</strong> dijo al verme.<br />
Hijo, soy tu vecino de abajo, le expliqué.<br />
Ah... repitió, aterrorizado.<br />
Aquí vivimos personas mayores, sabes, y con tu música nos has robado la tranquilidad.<br />
Ah... dijo, con verdadero pánico, y volvió a <strong>que</strong>darse callado.<br />
Entonces lo comprendí todo. Comprendí <strong>que</strong> aquél era <strong>un</strong> buen hombre, pacífico y de natural<br />
silencioso. Pero también comprendí <strong>que</strong> mientras perdurara la tragedia <strong>que</strong> estaba sufriendo, yo no<br />
regresaría a mi anhelada paz. Si no era la música, sería cambiar los muebles de sitio, serían<br />
re<strong>un</strong>iones alcohólicas, serían suspiros y lágrimas. Y <strong>un</strong> hombre adulto llorando en el silencio de la<br />
noche podía ser a<strong>un</strong> peor <strong>que</strong> <strong>un</strong> disco compacto.<br />
<strong>Lo</strong> siento... Murmuraba con voz temblorosa, casi sollozando. <strong>Lo</strong> siento muchísimo, de<br />
verdad... no me había dado cuenta...<br />
“Is”...<br />
¿Cómo te llamas, hijo?<br />
Ismael, repuso. Y, tras <strong>un</strong>a pausa, añadió para mi terror: A<strong>un</strong><strong>que</strong> a ella le gustaba llamarme<br />
Que el demonio se te lleve, simplísimo mentecato, pensé. Así <strong>que</strong> a<strong>que</strong>l desgraciado sufría<br />
pena de amores. ¡Era la peor de las noticias! Un vecino joven y sensible abandonado por su gran<br />
amor invertiría meses en el caos, sería imprevisible, viviría entre altibajos, lágrimas y melancolías, y<br />
a lo peor hasta acababa suicidándose en nuestro patio de luces. Francamente era preferible tener <strong>un</strong><br />
vecino narcotraficante.<br />
¿Cómo te ganas la vida, hijo?<br />
Soy traductor, traductor de literatura, confesó, casi avergonzado. A<strong>un</strong><strong>que</strong> hace ya muchos<br />
días <strong>que</strong> no trabajo... no puedo trabajar... no puedo hacer nada...<br />
Y su cara se ensombreció. Ahora comprendía el silencio de sus tareas, las bolsas de reciclaje<br />
de papel usado... y la irresponsable sentimentalidad de a<strong>que</strong>l pobre insensato. Ya lo decía mi padre<br />
en Ciudad Real: quien trabaja con la literatura es <strong>un</strong> necio, sufre como <strong>un</strong> borrico y muere como <strong>un</strong>a<br />
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