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su deliciosa torpeza me dejaba en condiciones de ayudarla. Olía a bálsamo de espliegos. Antes de<br />
<strong>que</strong> yo hablara, me preg<strong>un</strong>tó:<br />
—¿Te aburres?<br />
—Bueno... a veces viene <strong>un</strong> cura para hinchar su bici.<br />
De pronto entraron dos magrebíes. El primero se fijó en mi cara y en mi barba, y me preg<strong>un</strong>tó<br />
algo en árabe. Yo, <strong>un</strong> chico listo, le contesté en holandés lírico y casi me rompe la crisma: ¡creían<br />
<strong>que</strong> yo era marroquí y les estaba tomando el pelo! Al fin se calmaron, concentrándose en elegir<br />
objetos para <strong>un</strong>a movida de tríos, no sé. Iban hasta el culo de algo —pero tampoco sé exactamente de<br />
qué. A mí quien me daba miedo era el seg<strong>un</strong>do, tenía rostro de serpiente de suburbio. Sé cómo son<br />
esos tipos. Sujetos h<strong>un</strong>didos en la mierda de <strong>un</strong>a metrópoli extranjera, tratando de convencerse de<br />
<strong>que</strong> Amsterdam les ofrece algo inmaterial. Tolerancia, supongo. Consoladores de discos giratorios,<br />
muñecas de tacto mórbido, condones fluorescentes con cabezas de Bugs B<strong>un</strong>ny. Tolerancia.<br />
—¿Y si me voy contigo? —le preg<strong>un</strong>té.<br />
—Cien florines. En casa de mi novio.<br />
Dice el gran poeta Al-Mutanabbi: Es el mayor mérito del hombre <strong>que</strong> sus defectos puedan<br />
enumerarse. Pero ¡cien florines! La vida era realmente dura con <strong>un</strong> pobre estudiante como yo; al fin<br />
y al cabo, las putas del Barrio Rojo costaban menos de la mitad. Minutos después volví a <strong>que</strong>darme<br />
solo en la tienda y, comp<strong>un</strong>gido y desconsolado, recordé los versos de Pablo Neruda: Puedo escribir<br />
los versos más tristes esta noche. Ay, el amor.<br />
Seguí viendo películas y bragas sobreponiéndome al desengaño. Sobre todo filmes en los <strong>que</strong><br />
actúa siempre el moro ése con bigote <strong>que</strong> han contratado los productores pornográficos americanos,<br />
no me acuerdo de cómo se llama pero vaya verga gasta el sarraceno, si la llega a emplear de<br />
catapulta en la defensa de Granada—pero lo cierto es <strong>que</strong> cuando me hacía macocas observando las<br />
fotos les cambiaba mentalmente el rostro por el de la tailandesa. Decididamente, estaba enamorado.<br />
El presbítero siguió viniendo cada tarde a inflar aire en su bicicleta; más tarde me enteré de<br />
<strong>que</strong> en el taller del barrio la máquina del aire costaba efectivamente medio florín. Seguían acudiendo<br />
las celulíticas adiposas oliendo a Heineken. Cada noche seguían apareciendo los dos asiduos de las<br />
cabinas: <strong>un</strong> giboso <strong>que</strong> curraba en <strong>un</strong>os billares y otro <strong>que</strong> se dejaba allí la subvención mensual del<br />
Estado del Bienestar.<br />
El encargado fue gradualmente tornándose más calvo y más nervioso: me insistía en <strong>que</strong> las<br />
sex-shops iban de capa caída, <strong>que</strong> eran <strong>un</strong> invento de los años sesenta y setenta, <strong>que</strong> en Amsterdam<br />
alg<strong>un</strong>as se salvaban gracias al turismo y a su desmesurada fama lúbrico-drogadicta. A todas luces,<br />
fama injustificada, vistas las actitudes de él y de Erik. Todo era <strong>un</strong>a cuestión de comercio, me dijo. Y<br />
de tolerancia.<br />
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