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LA NOVIA MUERTA R. L. STINE

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Librodot La novia muerta R. L. Stine<br />

Una vieja furgoneta me adelantó ruidosamente. Tenía las ventanillas bajadas y un<br />

montón de chicos y chicas escuchaban en su interior una canción antigua de Def Leppard a<br />

todo volumen. A su paso, dos ancianas tomadas del brazo que iban a cruzar Main Street<br />

fruncieron el ceño y movieron la cabeza dando signos de desaprobación.<br />

Me llamó la atención una tienda de bicicletas situada en la esquina de Main Street y<br />

Walnut. Bajé de la bici de Kenny y me acerqué al mostrador. Apoyé la nariz contra el cristal,<br />

intentando ver lo que había en el interior. Tenían una amplia gama de ofertas, así que decidí<br />

volver en otro momento para mirarlas con más detalle.<br />

Volví a subir a la bici de Kenny y me deslicé hasta la calle, tratando de mantener el<br />

equilibrio. «Habré visto ya todo el pueblo?», me pregunté.<br />

Pues sí, ya lo había visto todo.<br />

Di la vuelta a la manzana de nuevo y me dirigí hacia las famosas cascadas, pues todavía<br />

no las había visto. La señora Pratte, la agente inmobiliaria que nos había vendido la casa, no<br />

paraba de decir entusiasmada que eran muy bonitas y espectaculares, así que me reservé la<br />

mejor parte del recorrido para el final.<br />

La señora Pratte había descrito las cascadas como unas cortinas blancas y vaporosas que<br />

caían de lo alto de un barranco escarpado hacia el caudaloso río Monohonka.<br />

Tenía mucha gracia para describir las cosas, una cualidad que posiblemente resulta muy<br />

útil para una agente inmobiliaria. Dijo que eran tan hermosas como las Cataratas del Niágara,<br />

pese a ser mucho más pequeñas, claro está. Desde el extremo superior de las cascadas se<br />

podían avistar tres pueblos.<br />

Seguí pedaleando por la Main Street hasta pasar de largo el área comercial y no tardé en<br />

llegar al barrio elegante de Shocklin Falls.<br />

Las casas eran enormes, algunas parecían mansiones. La mayoría tenían varios jardineros<br />

cuidando las plantas, arrancando las malas hierbas y quitando las hojas secas.<br />

Me asusté un poco cuando un pastor alemán echó a correr hacia mí gruñendo. Su dueño<br />

le gritaba que volviera, pero el perro no le hizo ningún caso. Empecé a pedalear con todas mis<br />

fuerzas, levantándome del sillín para conseguir más velocidad. Gracias a Dios el perro se<br />

cansó después de perseguirme más de media manzana y se contentó con detenerse y ladrar,<br />

advirtiéndome que me mantuviera alejada.<br />

-De acuerdo, de acuerdo. ¡Me doy por aludida! -le grité, sin dejar de darle al pedal, por<br />

supuesto.<br />

Los bosques se vislumbraban tras las grandes casas. Los árboles estaban en su mayoría<br />

sin hojas, aunque ya empezaban a apuntar en las ramas los primeros brotes de la primavera.<br />

Una ardilla trepó precipitadamente a un árbol, asustada por mi silenciosa intrusión.<br />

Encontré el camino para bicis del que me había hablado la señora Pratte. El sendero<br />

sinuoso que discurría entre los árboles se hacía cada vez más empinado a medida que se<br />

internaba en el denso bosque. Al cabo de unos diez minutos llegué a la cima. Me sentí<br />

orgullosa al comprobar que no me faltaba el aliento. Para mí es muy importante estar en<br />

buena forma, ése es uno de los motivos por los que me gusta más la bici que el coche.<br />

Seguí pedaleando hasta dejar el bosque a mi derecha. A la izquierda quedaba el borde del<br />

barranco, una caída vertical hasta las rocas negras del fondo.<br />

Reduje la velocidad porque no había ningún tipo de protección. En algunos lugares el<br />

camino de tierra era muy tortuoso y estaba tan sólo a unos treinta centímetros del precipicio.<br />

Oí el ruido de las cascadas antes de llegar a vislumbrarlas: un suave murmullo que<br />

aumentaba en intensidad a medida que me aproximaba. Después de una curva en el sendero,<br />

aparecieron justo en frente de mí.<br />

Ante mis ojos se extendía un espectáculo impresionante. El agua blanca caía<br />

centelleando como si estuviera hecha de un millón de diamantes, salpicando y formando una<br />

niebla blanca y resplandeciente. Abajo se veían las aguas marrones del ancho río fluyendo<br />

entre las verdes riberas. También se divisaba el pueblo, como en miniatura. Detrás de él se<br />

veía otro, y a lo lejos otro más, difuminado entre la niebla.<br />

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