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llo interrumpió por un momento la concentración<br />
de los jugadores.<br />
El jinete se apeó, se acercó a la mesa de<br />
juego, y habló con cierta prepotencia: “Ya no<br />
existen los dos reinos”, dijo. “Se fusionaron<br />
en una república, que ahora vive en paz, por<br />
decisión del pueblo y de las Cortes”.<br />
Dicho su mensaje, el hombre partió a toda<br />
prisa, sin advertir que la distracción causada<br />
por su arribo había impedido una jugada decisiva,<br />
que el monarca rojo no vio. Después<br />
de alfil por peón torre, un espléndido sacrificio,<br />
hubiera seguido para el rival una larga e<br />
irremediable agonía. De cualquier modo, antes<br />
que los contendores se dignaran comentar<br />
las nuevas recibidas, la partida continuó.<br />
Pactado el empate, el ex rey azul, siempre<br />
el más cauto, preguntó:<br />
“¿Y ahora, qué?”<br />
“Alguien tiene que ganar, insisto en ello”,<br />
respondió el rojo, siempre el más audaz. “Y<br />
no es raro que una república, ejemplos sobran,<br />
vuelva a ser un reino. Es cuestión de paciencia<br />
y, así lo decía nuestro padre, de alguna<br />
sangre. Continuemos, che”.<br />
Era su turno de empezar, y planteó una<br />
apertura que, según muchos entendidos, conduce<br />
a tablas.<br />
De Campos de Marte.<br />
Buenos Aires, Editorial La Balsa, 1965.<br />
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