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—Damas y caballeros —anunciaba a la<br />
hora de la cena, alzando la copa—, éste es un<br />
Margaux del veintinueve. ¡El mejor año del<br />
siglo! ¡Un bouquet fantástico! ¡Huele a primavera!<br />
¡Y observen ese sabor que queda después,<br />
y el gusto a tanino que le da ese toque<br />
astringente tan agradable! Maravilloso,<br />
¿eh?<br />
Los invitados asentían, tomaban un sorbo<br />
y murmuraban alabanzas, pero nada más.<br />
—¿Qué les pasa a esos idiotas? —le preguntó<br />
el señor Cleaver a Tibbs, después de<br />
que esta situación se repitiera varias veces—.<br />
¿Es que nadie sabe apreciar un buen vino?<br />
El mayordomo torció la cabeza a un lado<br />
y dirigió los ojos hacia arriba.<br />
—Creo que lo apreciarían si pudieran catarlo,<br />
señor —dijo—. Pero no pueden.<br />
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Cómo<br />
que no pueden catarlo?<br />
—Tengo entendido que usted ha ordenado<br />
a monsieur Estragón que aliñe generosamente<br />
las ensaladas con vinagre, señor.<br />
—¿Y qué? Me gusta el vinagre.<br />
—El vinagre —dijo el mayordomo— es<br />
enemigo del vino. Destruye el paladar. El aliño<br />
debe hacerse con aceite puro de oliva y<br />
un poco de zumo de limón. Nada más.<br />
—¡Qué estupidez! —exclamó el señor<br />
Cleaver.<br />
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