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—¡Quítame mi deseo! ¡Por favor, pide a<br />
los dioses que me lo quiten! —suplicó al sátiro.<br />
—Con unas orejas así, creo que ya tienes<br />
bastantes problemas —replicó el sátiro,<br />
desternillándose de risa—. De acuerdo. Vete<br />
a lavarte al río. Y procura no ser tan estúpido<br />
en el futuro.<br />
El rey Midas corrió entre la alta hierba,<br />
se abrió camino entre los esbeltos juncos y se<br />
zambulló en el río. Las ondas se llenaron de<br />
polvo dorado, pero el agua no se transformó<br />
en oro. Tampoco la orilla cuando el rey salió<br />
del agua. ¡Estaba curado!<br />
Cogió un cubo, lo llenó de agua, lo llevó<br />
hasta el palacio y lo arrojó sobre la pequeña<br />
estatua de oro del comedor. Y su hijo, calado<br />
de los pies a la cabeza, se puso a llorar.<br />
Por aquel entonces, la hierba había crecido<br />
en los prados y los juncos de las orillas<br />
estaban aún más altos.<br />
Cuando la brisa los acariciaba, susurraban.<br />
Cuando el viento los mecía, murmuraban,<br />
decían: “El rey Midas tiene orejas de burro.<br />
El rey Midas tiene orejas de burro”.<br />
Y por eso hoy todos conocemos el famoso<br />
secreto del rey Midas.<br />
De Dédalo e Ícaro, traducción de Paz Barroso,<br />
Madrid, Ediciones S.M., Colección Mitos, 1999.<br />
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