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un vuelco a Dionisio, y sólo acertó a pensar:<br />
“Qué piernas tan flacas tiene Manolito”. No:<br />
no parecía el capitán de la banda. Era como un<br />
pájaro, un triste y oscuro pájaro perdido.<br />
Ezequiel lo miró con desconfianza. El<br />
Manolito, con su voz clara y despaciosa, pidió<br />
arroz, azúcar, aceite, velas… a media retahíla,<br />
Ezequiel le cortó, como siempre:<br />
—Oye, tú, ¿traes dinero?<br />
Para decir dinero Ezequiel se frotaba las<br />
yemas del índice y del pulgar, uno contra el<br />
otro. Manolito asintió, con voz firme:<br />
—Sí; lo traigo. Ponga usted, además…<br />
Algo zumbaba en los oídos de Dionisio,<br />
y no podía escuchar más. Un ahogo, raro y<br />
dulce, le subía por la garganta. Quería esconderse,<br />
que no le vieran los ojos de Manolito.<br />
Las rodillas le temblaban y se sentó allí, detrás<br />
del mostrador, en un cajón de coca-cola<br />
vacío. Sólo veía a Ezequiel, de pie, colocando<br />
las cosas, con aire aún receloso.<br />
Manolito pagó, alargando un billete de<br />
veinte duros. Dionisio vio las manos de Ezequiel:<br />
rojizas, de uñas rotas. Una mano de<br />
Ezequiel cogió el billete: “su” billete de veinte<br />
duros. Ezequiel lo palpó, lo alzó y lo miró<br />
a trasluz.<br />
—¡Largo de ahí, golfo! —chilló—. ¡Largo<br />
de ahí, si no quieres que te eche de un<br />
puntapié!<br />
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