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eran todos de mármol, de pared a pared, un<br />
mármol verde oscuro, frío y brillante como<br />
la lápida de una tumba. En los techos había<br />
molduras de yeso con adornos barrocos pintados<br />
en un dorado de gusto peor que regular;<br />
los grifos de los baños eran cisnes inmensos<br />
bañados en oro, y los sanitarios, más que<br />
tazas, parecían tronos. El cielo raso del cuarto<br />
principal era un mosaico cursi-erótico de<br />
espejos que yo ya no tendría con quién usar,<br />
y en el vestier, al lado, había también una<br />
gran caja fuerte empotrada, que se podía camuflar<br />
detrás de los vestidos y donde nosotros<br />
no teníamos nada que guardar, ni joyas<br />
heredadas, ni ahorros ni cubiertos de plata ni<br />
acciones de Coltejer.<br />
El lunes llamamos para decir que estábamos<br />
interesados y nos dieron una opción<br />
mientras yo me ponía a hacer vueltas en el<br />
banco para que me prestaran, sobre una hipoteca,<br />
los dieciocho millones que nos quedaban<br />
faltando. Todo salió muy rápido y llegó<br />
el día en que teníamos que ir a firmar la<br />
promesa de compraventa. Esa vez nos recibió<br />
el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar<br />
a su despacho, nos ofreció café y gaseosa,<br />
hasta me preguntó si no querría un whisky,<br />
y luego empezó a hablar. Que él quería<br />
ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que<br />
todo era legal, que no había ningún incon-<br />
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