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En nombre del folclore - Rolling Stone

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pastos de los invernaderos hacían lo suyo, preparando así al granproducto nacional.27Frente a su pequeño alumno, Almirón corregía posiciones, advertía sobreel riesgo de tocarlo todo con el pulgar (el «matapulgas», lo llamabanlos paisanos) y elegía los mejores consejos. «Él me enseñó a ponerlos dedos, y me enseñó a hacerme cóncavo, para poder anidar a las palomascon sus sonidos, a las aves que se inquietaban.»6A diferencia <strong>del</strong> padre Rosáenz, Almirón no era intransigente enmateria de repertorio. Más aún, entre sus propias composiciones ––Almiróntambién escribía música–– figuraban una suite criolla (La leyenda),una vidalita («Lalyta») y un gato criollo («El morrongo»). Ciertamente,el instrumento invitaba a cruzar fronteras. Después de todo, laguitarra siempre había sido popular. Arraigada en la Argentina antesde que la Nación existiera como tal, había estado en manos de próceresy payadores, acriollándose indefectiblemente, entre el campo incontinentey la ciudad circunspecta. (A propósito de esta prosapia nosiempre reconocida, Héctor se enteraría con los años que, de muy joven,José de San Martín había viajado a París a tomar clases de guitarracon Fernando Sor; este dato terminaría de confirmarle el destinolatinoamericano <strong>del</strong> instrumento).Cabalgando por la inmensidad, de vuelta a casa, Héctor imaginóuna vida de guitarra, con el maestro Almirón siempre a su lado, confiándolenuevas obras, ahora que empezaba a internarse en los códigosde la música escrita. Pero una mañana de agosto de 1917, una noticiasacudió sus rutinas. A papá le habían dado unos meses de franco,y se iban todos a Tucumán a visitar parientes. Ya lo decía papá: los Chaveroestaban en todas partes, pero antes habían estado en Tucumán.«Partimos hacia el Norte. No puedo precisar mis sensaciones cuandomiré el potrero donde pastaban mis caballos preferidos. Y la alameda,y el callejón, y los altos galpones, y los paisanos trajinados».7IIJosé Demetrio Chavero Aramburu tenía sangre quechua mezcladacon española, un abolengo que lo llenaba de orgullo. Así se lo anuncióa sus hijos, uno de los cuales no se cansaría de repetirlo hasta bien entradoel siglo XX: «Me galopaban en la sangre trescientos años de América,desde que don Diego Abad Martín Chavero llegó para abatir quebrachosy algarrobos y hacer puertas y columnas para iglesias ycapillas».8 A partir de aquella genealogía nacida en el Norte colonial26tado su casona en medio <strong>del</strong> campo, aprendiendo a convivir con indiosy gauchos desde el principio, como si América fuese un continente adescubrir perpetuamente. Hija <strong>del</strong> proceso inmigratorio, Higinia CarmenHarán Guevara de Chavero encarnaba el otro rostro de aquellasociedad: el rostro <strong>del</strong> extranjero cruzando la tranquera, el objeto deburla de los paisanos; el rostro <strong>del</strong> recién llegado, al fragor de la inmigraciónmasiva que estaba dándolo todo vuelta, así en la ciudad comoen el campo. Pero nadie se hubiera atrevido a burlarse de Higinia, hijade un vasco casado con una criolla. Este abuelo de Héctor había sabidoensamblarse, como tantos tamberos y lecheros de aquella colectividad,a la vida campestre.Los choques entre criollos e inmigrantes estaban perdiendo virulenciaen la Argentina <strong>del</strong> nuevo siglo, y los hijos de unos y otros secriaban juntos, yendo a la misma escuela, con los mismos próceres ylos mismos recreos. <strong>En</strong> los pueblos bonaerenses se iba conformandouna cultura popular de entrecruces y flamantes aleaciones. A lo sumo,algún desplante con los italianos ––quizá la extrañeza de la lengua o eléxito comercial de sus empresas despertaban el resentimiento <strong>del</strong> elementocriollo–– podía colarse en coplas cantadas por los paisanos. Unade ellas, la primera que llegó a los oídos de Héctor, decía: «Un gringo

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