urbanos y luego por los caminos <strong>del</strong> país. La endeblez económica leimpidió tener un domicilio fijo: una veces en lo de Luna, alguna visitaprolongada a lo de los Paglieri, un par de semanas en lo de Páezy más de una noche en un vagón <strong>del</strong> tranvía Lacroze, «a cinco centavosel viaje de obrero».14 Durante el día, a toda hora, Héctor tocaba laguitarra en bodegones de los barrios, juntando centavo tras centavopara pagarse la comida y devolver algún préstamo. A veces lo retribuíancon un vaso de leche y un sándwich de salame o morta<strong>del</strong>a.Siempre al día, un modus vivendi que tardaría muchos años en abandonar.Sus presentaciones en Puente Alsina, Boedo o Avellaneda ––losbordes <strong>del</strong> centro le eran más afines que el centro mismo, acaso porañoranza de la campaña o por derecho de piso de recién llegado–– locontaban como guitarrista, nunca como cantante. «Tocaba en formaconfidencial, sin bulla en el instrumento, sin brillantez alguna», diríaaños más tarde.15 Y al tocar «sin bulla» en esos rincones de una ciudadsuperpoblada, su pequeña guitarra ––tan modesta que ni estuche tenía––debía hacerse un lugar entre el público.No era con volumen que lograba esa proeza, sino con rasguidos ypunteos de un repertorio que despertaba alguna añoranza en parroquianosnacidos a muchos kilómetros de Buenos Aires. Se trataba deun repertorio que Héctor iba perfeccionando día a día, en contacto conotros músicos provincianos, ciertamente más experimentados que él.Por ejemplo, escuchar tocar al dúo tucumano Amaya y Marañón ––solíapresentarse en los intervalos de las actuaciones de Gar<strong>del</strong>–– fue comoun curso acelerado de zamba: «Dos negros gorditos que salían conel traje apretado a tocar zambas».16 También sería fundamental en suaprendizaje acompañar al dúo Jaimes-Molina y al catamarqueño ManuelAcosta Villafañe. Seis años mayor que Héctor, Acosta Villafañeempezó a grabar para RCA en 1930 un cancionero de cuecas, escondidos,zambas y vidalas, con la asistencia en guitarra de Héctor Chavero.17Pero no sólo de <strong>folclore</strong> se alimentó el hijo de José Demetrio enaquella ciudad de finales de los años 20. Su admiración por Carlos Gar<strong>del</strong>era incondicional, y a pocos días de llegar a Buenos Aires decidióir a escucharlo. Gar<strong>del</strong> acababa de llegar de Barcelona, previa escalaen Río de Janeiro. Héctor se enteró a través de la prensa que duranteun mes el astro mayor <strong>del</strong> tango se iba a presentar en el teatro Esmeralda.Luego, partiría nuevamente al exterior.18 Si el muchacho quería77diatizado por los códigos teatrales, con un acervo cultural que prácticamentedesconocían. Las canciones y danzas nativas que la ciudad distinguíaeran las que circulaban en la campaña y zonas aledañas. Chazarretafue más lejos que cualquier otro folclorista. Subió a la escena <strong>del</strong>Politeama una música de base anónima, rústica, ejecutada con arpa, violín,flauta y guitarra. Y creó escenas de campo: una vieja cuidando el matejunto al mortero de quebracho, chicas ataviadas con polleras anchasy flores en sus vinchas, trabajadores rurales descansando a la vera deunos ritmos que los identificaban marcadamente. Allí no había gallegosdiscutiendo con los tanos, ni sones de bandoneón. Chazarreta reveló asíla existencia de un mundo popular subalterno que aún no había llegadoal disco; un <strong>folclore</strong> que apenas se había filtrado en la ciudad a través dealgunos álbumes de partituras ––entre los cuales figuraban los <strong>del</strong> propiomúsico santiagueño–– y referencias sueltas de ciertos escritores.Desde aquel momento, en forma discontinua hasta bien avanzadala década <strong>del</strong> 30, la ciudad capital se fue poblando de <strong>folclore</strong>. Con eltiempo, a los santiagueños se les sumarían elencos y solistas de Tucumán,Córdoba, La Rioja, Mendoza, Catamarca, San Juan y distintospuntos de la provincia de Buenos Aires. Los <strong>nombre</strong>s de Hilario Cuadros,Carlos y Manuel Costa Villafañe, Patrocinio Díaz, Argentino Valle,Alfredo Pelaia, Marta de los Ríos y Buenaventura Luna, entre muchosotros, se hicieron habituales en el circuito de la música popular
de raíz nativa. Por su parte, las primeras peñas <strong>del</strong> género, como la SociedadArgentina de Arte Nativo o Leales y Pampeanos, ampliaron elradio de difusión de lo tradicional, a la vez que abrieron progresivamentela perspectiva geográfica y social de lo nativo.12Con el paso de los años, Héctor tendería a idealizar aquellas presenciasmusicales, al considerarlas más fidedignas o auténticas que lasque más tarde signarían masivamente la oferta de música popular: «Lascalles porteñas parecían respirar un aire de chañares florecidos, un aromade churquis y poleos, un acento de guitarras nostálgicas, un retumbarde bombos auténticamente legüeros».13IIIEl principiante intentó ganarse la vida bajo ese aire de chañaresflorecidos que parecía haber impregnado buena parte de la ciudad.Fue el comienzo de un peregrinar incesante, primero en los confines76pidamente, revistas y partituras para guitarra.22 Metódico para la músicay la poesía, no lo era para la economía doméstica. No sólo era pobre:era desaprensivo con el dinero, incapaz de pensar por encima desu presente absoluto. <strong>En</strong> síntesis, si quería vivir de su guitarra debía entoncesampliar su radio de acción, evitar convertirse en un vagabundode ciudad.Con estas cavilaciones en mente, Héctor decidió hacer viajes periódicosa su pago. No con el fin de asentarse nuevamente en Junín, sinopara visitar a mamá Higinia y a los hermanos ––estos ya tenían hijos,y entonces él era tío––, a los compañeros <strong>del</strong> diario y la escribanía,a los bolicheros que en cierto modo lo habían descubierto en el arte <strong>del</strong>a guitarra. También para pedir algunos pesos allí donde quizá se lospudieran dar ––esto se interrumpiría bruscamente con la crisis <strong>del</strong> 30––o al menos recuperar el hábito de comer todos los días y no de manerasalteada como lo estaba haciendo en Buenos Aires.Fue en uno de esos regresos que se enteró de que su prima MaríaAlicia, con la que había sabido jugar de niño, estaba viviendo en la Capitaltrabajando de mucama. Aparentemente, a la chica no le iba muybien. Intentaba reponerse de un fracaso amoroso, y prácticamente habíahuido de Casilda, la localidad santafesina donde vivía y en la cualhabía quedado embarazada en 1923. Se acababa de mudar a la Capitalcon su hijo, el pequeño Juan Bautista. Higinia estaba al tanto de lasituación, ya que María Alicia era hija de su cuñada, Rosa Chavero.Alentado por su madre, Héctor volvió inmediatamente a Buenos Airespara encontrarse con su prima. Habían pasado unos cuantos años, peroel afecto seguía vivo. Claro que los chicos habían crecido: los primosse acostaron y empezaron a vivir juntos.María Alicia Martínez fue la primera mujer con la que Héctor mantuvouna relación más o menos estable. Si bien sería prácticamente imposiblesaber hasta dónde llegaron los sentimientos, lo cierto fue queHéctor no sólo aceptó a Juan Bautista «Tolo» como a un hijo propio,sino que embarazó a María Alicia tres veces, la primera en octubre de1930. El 13 de abril de 1931, con Alma Alicia a punto de nacer, HéctorRoberto Chavero y María Alicia Martínez contrajeron matrimonio.<strong>En</strong> el espacio asignado a la profesión <strong>del</strong> novio él anotó: «periodista».23Los años venideros no serían sencillos ni apacibles para la pareja.Ella vivía en Buenos Aires, en una pensión de la avenida Belgrano al3000, y él iba y venía, más ansioso por conocer verdaderamente el paísal que hasta entonces le venía cantando con imaginación que por cons-79escuchar a uno de sus ídolos en vivo, tenía que ponerse en campaña.Y así fue. Con un peso más veinte centavos que había logrado ahorrara lo largo de una semana de guitarreadas compró una entrada, dejó suinstrumento en la casa de un amigo y se aprestó a disfrutar de la vozde Gar<strong>del</strong>. «Disfruté durante casi dos horas. Yo, que nunca fui tanguero,