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En nombre del folclore - Rolling Stone

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Por lo pronto, Almirón entendió que su nuevo alumno era zurdo,y que los zurdos también tocaban la guitarra. Algunos de ellos hastadaban conciertos por el mundo. Sólo era cuestión de dar vuelta el encordado.<strong>En</strong> la escuela, en cambio, la maestra Eulogia Rivero lo habíaenderezado al pobre Héctor a fuerza de bastonazos sobre la mano izquierda,cada vez que esta se dirigía imprudentemente hacia la tiza ola pluma. Sin embargo, el triunfo de la señorita Rivero sería muy modesto.«Desde entonces, solamente escribo con la mano derecha. Perodesde muy pequeño, para el lazo, para el látigo, para arrojar una piedra,como después para tocar la guitarra o para jugar al tenis o al billar,siempre irremediablemente, usé la mano izquierda. Cuando empecéa jugar al fútbol, mi puesto era el campo medio, <strong>del</strong> costadoizquierdo. Cuando boxeaba, deporte que me apasionaba, me plantabacorrectamente con la izquierda hacia a<strong>del</strong>ante, cubriendo el mentóncon la mano derecha.»3041hombres. Como ellos, cientos, acaso miles de niños pasarían por la mismafase, escuchando contrapuntos y soliloquios gauchos antes de dormirse.Una buena parte de la provincia de Buenos Aires se había convertidoen un festival espontáneo de payadores, y eso tendría algúnefecto en los años siguientes.A la mañana, la escuela rural ponía a Héctor en contacto con unacultura que, en principio, era la negación de aquella que lo había alentadola noche anterior. Si los paisanos habían entonado, entre aguardientey grapa, «La canción <strong>del</strong> linyera», «Juancho el desertor» o «Elrebenque fatal», la maestra lo aleccionaba con la historia de la patria.Si los gauchos habían dejado en el aire las hilachas de Fierro y Moreira,la maestra le hablaba de los próceres de levita, gente que se habíaesforzado por hacer de la Argentina algo bien distinto de ese rústicomundo de bombacha bataraza, alpargata y cuchillo. <strong>En</strong> un caso, el paísse deshacía en regiones irredentas y rebeldías fatuas; en el otro, se reuníaen torno de proyectos ambiciosos, pero muchas veces ajenos al sentirpopular.Poco antes de cumplir los siete años, Héctor empezó sus clasesde violín. Recién mudados a Roca, los Chavero estaban pasando poruna situación económica un poco más desahogada. La educación <strong>del</strong>os hijos no era un tema menor en la familia, y a Héctor, en funciónde las reiteradas muestras de interés musical que el pequeño veníadando hacía ya un tiempo, le tocó el violín. Pero el chico no veía lahora de terminar las clases para volver a su casa y jugar con la guitarrade su padre. «Ponía la guitarra de mi padre en el suelo y buscabalas notas de alguna vidala, tocando en una sola cuerda. Si mi padreme descubría me sacaba rajando. Él tocaba cosas muy antiguas, cosasque ya se han perdido, que se fueron con él… Algunas cosas lleguéa aprender de él. Algunos estilos, maneras de traducir el paisajeen la música.»28El aprendizaje de la música no se limitó a clases sistemáticas; tampocoa esos sábados en los que Juan Demetrio, ya sin su traje abotonado,pulsaba su guitarra y se atrevía a cantar alguna cosa para un grupode amigos. Héctor descubrió que, si agudizaba un poco los sentidos,muchas circunstancias lo ponían en contacto con la música. Sólo eracuestión de escuchar y mirar, sobre todo a sus admirados paisanos. Unode ellos le enseñó a bailar el malambo a partir de una sencilla reglamnemotécnica: «Muy chica la bota, muy chico el botín». <strong>En</strong> la repeticiónestaba la clave, acentuando las palabras chica y chico: «Muy chi-4016 Fernando Cerolini (1984), «Atahualpa Yupanqui: “Por ser modernos nopodemos degollar a los abuelos”», Tiempo Argentino, Buenos Aires, 20 deagosto.17 No existe ninguna referencia concreta de Campo de la Cruz, el sitio en elque Yupanqui siempre dijo haber nacido. Víctor Pintos investigó el sitio y

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