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En nombre del folclore - Rolling Stone

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dar origen, en lenta mutación, a miles de coplas anónimas––, una ediciónprimorosa de El Quijote, la colección completa de El tesoro de54Se le había pedido una simple monografía, pero atraído por el tema,terminó escribiendo cerca de doscientas páginas.17 Como fuera, laprincipal consecuencia de aquella exigencia pedagógica fue la fascinaciónpor dos <strong>nombre</strong>s quechuas seguidos: Atahualpa y Yupanqui. Asífirmaría sus poemas, así sería conocido en la posteridad, si esta pensabareservarle algún lugar.Tal vez sus padres lo habían llamado Héctor por inconsciente influenciade La Ilíada de Homero. <strong>En</strong> cambio, él sería Atahualpa Yupanquipor efecto de sus primeras lecturas y por mandato continental.<strong>En</strong> realidad, el seudónimo debería haber sido Yupanqui Atahualpa: <strong>del</strong>a gloria fundacional al ocaso, el ciclo imperial completo. Pero las palabrastenían su propio ritmo. Y él se propuso respetarlo, como el buenescritor que quería ser. Más tarde, por si faltara reforzar la elección primera,Héctor descubrió lo que se cifraba en el <strong>nombre</strong>. Ata: venir. Hu:de lejos. Allpa: tierra. Por su parte, Yupanqui quería decir «contarás,narrarás».18 «El que viene de tierras lejanas a contar historias»: eso era––o mejor dicho, eso debía ser–– Atahualpa Yupanqui.Se imaginó escribiendo como Atahualpa Chavero. Quizá más a<strong>del</strong>antepodría agregarse Yupanqui como apellido, por qué no. Esa seríauna reinvención total: volver al incanato sin salir de la provinciade Buenos Aires. Sin embargo, aquellos juegos nominales quedaroncircunscriptos a los ejercicios inéditos o apenas conocidos entre suscompañeros. <strong>En</strong> la escribanía donde empezó a cumplir labores menores,él seguiría siendo el chico de los Chavero, el pobre huérfanode José Demetrio. Ya avanzada su formación y habiéndose reveladosu talento para las letras, Héctor entró a trabajar como corrector depruebas en el periódico El Mentor, para más tarde pasar al recién fundadoLa Verdad, un diario católico dirigido por el cura Vicente Pairadonde le pagaban cinco pesos por semana y le permitían escribiralgunas notas.Y entonces Héctor se entusiasmó, creyendo que había llegado elmomento de Atahualpa, la venganza de los derrotados. Pero esas notas,con las que podría ganarse unos pesos complementarios a los derivadosde la corrección de pruebas, saldrían sin firma. La rúbrica literariaera una rareza en el periodismo de aquel tiempo, salvo que unose llamara Leopoldo Lugones.57cual el español no habría sido indiferente. El narrador se dirigía, desdeel prólogo de su crónica, a «los indios, mestizos y criollos de los reinosy provincias <strong>del</strong> Grande y Riquísimo Imperio <strong>del</strong> Perú». Y más aún:revelaba, en gesto que conmovió a Héctor, su verdadera identidad.¿Quién era el que escribía? La respuesta no se hacía esperar: «Yo, elInca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud yfelicidad…»15<strong>En</strong> 1923, los colegios de bachiller eran casi ateneos literarios y humanísticos,aun para los más jóvenes. La historia de la conquista coexistíacon las glorias de la literatura universal. <strong>En</strong> las primeras décadas<strong>del</strong> siglo, <strong>nombre</strong>s como los de Amado Nervo y Rubén Darío eran conocidospor la mayoría de los alumnos ––que por cierto no eran muchos––,algunos de los cuales albergaban la esperanza de ser, algunavez, tan buenos escritores como sus mo<strong>del</strong>os.Generalmente, aquellos primeros estímulos literarios se iban desvaneciendopor los caminos de la vida, y sólo quedaba de ellos ciertaidea <strong>del</strong> buen escribir, ocasionalmente aplicada al epistolario. Pero enalgunos casos la perseverancia y la vocación terminaban por redondeardestinos más ilustrados. Por lo demás, no era extraño que un joven cercanoa los libros se imaginara un futuro de escritor, actividad ya profesional

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