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En nombre del folclore - Rolling Stone

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sostuvo a pleno bordoneo el canto de Almonacid, mientras pensabaque, al menos esta vez, la música y el boxeo se daban la mano. Unosdías antes, en Junín, había sopesado la idea de dejar en paz el deportede Firpo, que desde hacía un año le estaba arruinando las manos.Justamente eso le hubiera aconsejado el maestro Almirón: a la guitarrahabía que tratarla con manos <strong>del</strong>icadas, sin rasguños ni moretones,y sobre todo sin dolores de muñeca a causa de un cross mal tirado.Después de todo, para divertirse aún le quedaban el tenis y elfútbol.De pronto sus pensamientos fueron interrumpidos por un grito deeuforia, y un sinnúmero de sombreros voló de lado a lado de aquella plateacallejera. No bien iniciada la pelea, Firpo acababa de tirar al yanqui<strong>del</strong> ring-side. Como para no festejar. El sorprendido boxeador tardó diecisietesegundos en volver a la escena, para estupor de los norteamericanos.¿No era suficiente humillación? ¿Qué estaba esperando el árbitroJohnny Gallagher para dar por terminada la competencia? Pero Dempseyse repuso y le propinó a su rival una considerable golpiza en el segundoround. Y esta vez, Gallagher, futuro villano de los amantes argentinos<strong>del</strong> box, marcó el final, favorable a Dempsey.<strong>En</strong>tre la bronca y la frustración, el público se descongestionóconvencido de que el país había sido objeto de una estafa y pidiendoa grito pelado una revancha. Como se decía en esos casos, el ToroSalvaje de las Pampas había sido el ganador moral de la pelea; laprimera pelea por el título mundial de un boxeador sudamericano.Lo mismo pensó Héctor, aunque en ese momento otra cosa lo preocupabamás que el resultado <strong>del</strong> match: su futuro como guitarrista.¿Podría algún día convocar a un nutrido público que sólo fuera porél y su guitarra? Quizás, aunque no sería tarea fácil. Por lo pronto,decidió regresar a Junín, después de ese extraño bautismo artístico.<strong>En</strong> el tren se fue convenciendo de que nunca sería un doctor. Salvoun doctor en soledades.63Para un joven que nunca había estado en una ciudad grande, BuenosAires se le reveló áspera y hostil. El solo hecho de no poder galoparleguas, y en cambio tener que caminar varios kilómetros diarios,en medio <strong>del</strong> tráfico y la gente, lo indispuso con la ciudad. Sin dineropara tomar tranvías ni colectivos y sin otra comida diaria que un modestosándwich de queso y salame, Héctor aún no estaba en condicionesde entender aquel verso de Narazeno Ríos: «la lejura es buena cura». Para él, la lejura era sólo extrañeza.No bien llegó a la estación de Retiro, se dirigió a la casa de la familiaPaglieri, gente de Junín que vivía en la Capital.27 Un poco asustadoante tantas cosas nuevas, se aprestó a debutar en Buenos Aires, algoque debía suceder de cualquier manera, si es que pretendía, algún día,ganarse la vida con la guitarra. Claro que el debut pasó inadvertido. Nohubo publicidad ni información específica sobre los espectáculos queacompañaron la transmisión <strong>del</strong> acontecimiento deportivo más grandede la historia, según titulaban todos los diarios. <strong>En</strong> algún aviso callejerose anunció una orquesta de jazz ––jazz band, le decían––, cuandoen verdad habría un dúo, el de Almonacid, periodista con afinidadesmusicales, y Héctor Chavero, un muchacho guitarrista recién llegadode Junín, el pago <strong>del</strong> gran Firpo. Llegado el momento, se les agregaríaun subteniente <strong>del</strong> ejército apellidado Rodríguez, también guitarrero ycantor, que preferiría figurar con el apellido materno, Páez, para evitarposibles sanciones castrenses.28A las nueve de la noche de aquel 14 de septiembre, los músicos seinstalaron en un proscenio montado por Botana en Avenida de Mayo,justo debajo de unos altoparlantes por donde se irradiarían las últimasnoticias de la pelea. No muy lejos de ahí, el diario La Época había conseguidoreunir una multitud a la que se pensaba entretener con caricaturas

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