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En nombre del folclore - Rolling Stone

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descendiente de los diaguitas o de algún otro grupo finalmente dominadopor los conquistadores. Se llamaba Anselmo Dionisio, le decíanEl Indio, y seguramente vivía, muy modestamente, de lo queplantaba en su parcela. Su edad era indescifrable. Debía haber muchoscomo él, pero algo retirados, marginados de la vida social <strong>del</strong> Tucumánmoderno.48zá derivadas de la zamacueca peruana o de alguna otra herencia española.Si Pergamino estaba cerca de Buenos Aires y su puerto, Tucumánparecía estar, al menos en el nivel simbólico de su cultura folclórica ypopular, más afín con el pasado hispánico.El entorno festivo de aquellas veladas, alimentadas de empanadasy quesillos, a la sombra de aguaribayes, con gente de edades mezcladasy sexos graciosamente enfrentados, impresionaron a Héctor tanto comoel hecho de que nadie tomara posesión de las músicas que ahí setocaban. Si bien las coplas de los paisanos bonaerenses tampoco teníandueño, al menos en esos casos el cantor se apropiaba <strong>del</strong> repertorio,y el auditorio realmente veía en cada payador a un Martín Fierrode carne y hueso. Un decir personalizado distinguía a cada payador,perdido en la inmensidad de la pampa. Las zambas, por el contrario,fluían libremente, sin <strong>nombre</strong> ni apellido, con un sentido fuertementecomunitario. Más que intérpretes, lo que las zambas tenían eran descendientes.Se preguntaría luego Héctor: «¿De dónde viene ese canto/brillando mieles tempranas?/ Perdidas quenas lo lloran/ criollas guitarraslo cantan…»9Ya estaba Héctor integrándose a esa realidad, cuando José Demetrioavisó a su familia que el plazo tucumano había terminado, y queentonces había que volver a la pampa. Otra vez las valijas, los adiosesa los nuevos amigos, un «hasta pronto» al indio Anselmo. Pero si la llegadahabía sido magnífica, con papá feliz de volver por la senda originariade sus ancestros, el regreso a Roca estuvo signado por cierta tristezaentonces inefable. ¿Estaba la familia andariega finalmente agotadade tantos traslados? ¿O acaso algún problema pesaba sobre José Demetrio,algo que ninguno de sus hijos sabía, porque hay cosas que nose les cuentan a los hijos? Higinia y José casi no hablaron en el vagónque los llevó de vuelta a la sede de todos los vagones, allí donde el padrede Héctor había sido y seguiría siendo por un breve tiempo más,un jefe de estación.IISe iban a quedar unas pocas semanas, y al final se ausentaron cuatromeses. Estaba concluyendo la década <strong>del</strong> 10 y ellos volvieron a Roca,pero pensando en Junín, ahí nomás, donde los chicos podrían empezarel colegio secundario. Esa era la idea de Higinia, y José aceptó51bre la mesa a la hora de tocarlas. Generalmente, por alguna razón queHéctor nunca llegó a comprender <strong>del</strong> todo, el arpa era tocada por algúnviejo ciego. Con sus anteojos oscuros, el músico, tan inmóvil comoel arpa, ejecutaba su instrumento con una parsimonia que hacíacontraste con la algarabía general. Al lado <strong>del</strong> arpista, el bombo. Elbombo fue para Héctor toda una novedad; no existía en la provinciade Buenos Aires, o al menos nunca antes había reparado en él. Quedósorprendido ante ese tambor tan grave, tan hondo. Escuchó decir queese instrumento no hacía más que imitar la respiración jadeante de latierra cansada de dar frutos.7Era evidente que aquello poco y nada tenía que ver con las formasmusicales y poéticas que había absorbido en sus primeros años de vida.Lógicamente, el momento de unas y otras músicas era siempre latarde, cuando cesaba el trabajo y se buscaba acortar ––o alargar, segúnlos humores–– el paso hacia la noche. Pero en lo demás, zamba y milonga,o zamba y huella, eran bien diferentes, como diferentes eran los

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