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Entre los años 1920 y 1930 una epidemia de escarlatina y difteria diezma a muchas<br />
familias, entre ellas la de mi madre y sus hermanos, y una niña que bailaba valses<br />
sobre los pies de su padre, cuando este llegaba del campo y de sus tareas, al son de<br />
una radio a lámparas y era muy feliz, vio como la enfermedad se llevaba a su madre<br />
y siete días después a su padre y sus siete años quedaron con el amor trunco y un<br />
desamparo encubierto.<br />
La abuela capitalina se hizo cargo de sus tres nietos huérfanos y los tíos fueron el<br />
único amparo para esas criaturas tristes.<br />
A los doce años, en 1928, mi madre fue llevada por uno de sus tíos a vivir con su<br />
familia. El “tío Antonio” trabajaba para el Ministerio de Agricultura y viajaba por el<br />
país, viviendo un poco aquí, un poco allá y así crecía María Ángela ayudando a criar<br />
a sus primos, los dos hijos de la tía Etelvina, la esposa de su tío, veinte años menor<br />
que su marido al que conoció cuando ella vivía en la provincia de La Pampa y él repartía<br />
semillas que entregaba el Estado para los cultivos y manejaba un coche “de<br />
ocho luces” según ella. Mientras tanto su tio le presentaba a estancieros hasta cuarenta<br />
años mayores que mi madre para proporcionarle un buen futuro. Ella<br />
desechó a todos y cada uno de sus pretendientes.<br />
Cuando comenzaba el año 1943 llegaron a establecerse en Olavarría, Provincia de<br />
Buenos Aires, Don Antonio y su familia. Etelvina era una modista fina y María, mi<br />
madre, con 26 años, er su oficiala ayudante, amiga, hija, hermana, madre, cocinera<br />
y mucama de corazón porque amaba a cada uno de ellos, agradecida.