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3.<br />

La tercera semana de junio llegaba Yael. Esta vez era yo quien, con mi<br />

padre, la iría a recoger al aeropuerto. Un cambio de situación por la que me sentía<br />

exultante. Pero nada más verla, la impresión me dejó turulato: me pareció muy<br />

cambiada, muy mayor, quiero decir; por lo que, en dos segundos, mi autoestima<br />

empezó a reptar por el suelo. Mientras se acercaba a nosotros le miré los pechos.<br />

Aquellos pequeños bultos que me enseñaba en el closet de Dinah habían crecido<br />

mucho y, además, era más alta que yo. Sentí no ser mi padre para poder abrazarla<br />

con aquel desenfado en lugar de mirar hacia otro lado y sentirme una pulga. Los<br />

más negros pensamientos poblaron un buen rato mi alma. Me ví pequeño e<br />

infecto: un ser despreciable con quien Yael ya no querría saber nada más. Pero,<br />

mientras circulábamos por los cinturones, Yael bajó el espejo embellecedor y su<br />

mirada y la mía se cruzaron como el verano anterior cuando, al llegar a Heathrow,<br />

hicimos el trayecto hasta su casa. A través del espejo, Yael sonrió guiñándome un<br />

ojo con aquella cara de trasto que tanto me divertía. Comprendí entonces que Yael<br />

seguía siendo la misma y que nada había cambiado entre nosotros. Es decir, yo<br />

volvería a ser su esclavo. Y encantado con tal de no perderla.<br />

La primera noche de Yael en París cenamos los cinco. Por los cinco<br />

quiero decir: mi padre, Blanche, mamá, Yael y yo mismo. La idea no me<br />

entusiasmaba pensando que en casa de Elías jamás se hubiera dado una situación<br />

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