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3.<br />

Elías estuvo diez días fuera de Londres, una ausencia que cambió el ritmo<br />

de la casa no sólo porque los horarios fueron menos estrictos sino porque Dinah<br />

pasaba muchas horas con Yael y conmigo, coyuntura que me permitió conocerla<br />

mejor así como apreciar su naturaleza algo monótona y obsesivamente meticulosa,<br />

pero agradable y nada revuelta como mamá. Su preferido era Max, pero se<br />

esforzaba por entender a Yael, en ocasiones temerariamente imprevisible. A<br />

Dinah le gustaba el orden como idea y lo aplicaba a la casa, a la educación de sus<br />

hijos, a sus relaciones sociales y también a sí misma. Su aspecto era siempre<br />

impecable y su carácter, sin evidentes altibajos, jamás explotaba; ni siquiera el<br />

día en que Yael por poco no provoca un incendio cuando olvidó en el fuego un<br />

cazo que contenía cera con la que pensaba quitarle el bigote a una hondureña que<br />

venía a limpiar. Dinah había salido a comprar y llegó justo a tiempo después de<br />

correr un buen trecho al distinguir una humareda saliendo por la ventana. Parece<br />

que la cera es una materia muy escandalosa y si bien un finísimo polvo gris se<br />

introdujo por todos los rincones, al final sólo quedó en un susto sin consecuencias.<br />

Yael fue castigada a fregar cocina y despensa hasta que no quedara ni una mota de<br />

la cera quemada, pero a Dinah no le dio un patatús por lo sucedido, ni alzó la voz<br />

al imponerle el castigo a su hija. De haberle sucedido a mi madre, el bufido se<br />

hubiera oído en varios kilómetros a la redonda y el enfado le hubiera durado<br />

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