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- Lo podrías hablar con Elías – le sugerí al ver que no se pronunciaba –;<br />

no somos unos niños, mami, y podemos estar solos sin que os<br />

preocupéis.<br />

- Sí, claro - me contestó indecisa -, lo haré en cuanto tenga un<br />

momento.<br />

Sin darle tiempo a reaccionar e intuyendo que en aquel punto de<br />

desconcierto accedería, marqué el número de Elías y le pasé el auricular. Los dos<br />

acordaron darnos un voto de confianza dejándonos solos en Cadaqués, a<br />

excepción de la primera semana de agosto en que iríamos a Megêve con la abuela<br />

Solange. Observé a mi madre mientras hablaba con Elías, buscando una palabra<br />

que la delatara. Pero, por lo único que persistieron mis sospechas fue por el tono<br />

neutro, casi glacial que mantuvo aquellos minutos. Sí, aquella conversación era<br />

falsa y algo sucedía para que ambos ya no hablaran con la lúdica complicidad de<br />

antes.<br />

Dos días antes de salir hacia París, fui a ver a Sarita nuevamente ingresada<br />

en el Hospital del Mar. A Sarita le chispeaban los ojos cuando me veía y apretaba<br />

los dientes y el alma para que yo no notara cómo la enfermedad se la estaba<br />

llevando. Y hasta se reía con mis historias: unas ciertas, otras robadas a mis<br />

amigos y muchas imposibles por disparatadas; pero ella hacía como que se las<br />

creía todas.<br />

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