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los abuelos me permitían salir solo porque el pueblo resultó como un gran parque<br />

con varias playas y escondites pero con el límite que suponía la entrada: a partir<br />

de ahí, una carretera llena de curvas hacía las veces de una barrera, en aquel<br />

momento, del todo infranqueable para mí.<br />

Estábamos instalados en el hotel Sol y Mar, que era exactamente lo que su<br />

nombre indica: un hotel de playa, sin lujos ni grandes comodidades pero cuya<br />

ubicación lo convertía en un lugar privilegiado por su espléndida vista sobre el<br />

pueblo. Yo dormía en un pequeño cuarto que daba al jardín, en la zona posterior;<br />

delante, los abuelos ocupaban una habitación espaciosa con una terraza sobre la<br />

bahía. Ahí pasé mis primeras mañanas en Cadaqués leyendo o escribiendo en mi<br />

diario. Los abuelos, quienes cada día estaban más dicharacheros y sociales, pronto<br />

encontraron a una pareja de su edad con la que charlar y jugar al dominó. Aunque,<br />

curiosamente, parecían condenados a no salir de Francia ya que no sólo este<br />

matrimonio sino medio Cadaqués, eran veraneantes franceses. Exactamente igual<br />

que en Ordino.<br />

Los primeros días anduve algo perdido hasta que una tarde de fuerte<br />

tramontana, sentado en la pequeña playa delante del hotel, vi a un chico peleando<br />

por entrar con su barca contra el viento. Nadé hasta él y, aunque siempre he sido<br />

muy patoso para estos menesteres, me encontré ayudándolo. Se llamaba Batiste y<br />

nos entendimos de inmediato, desde la primera frase, desde la primera indicación<br />

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