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no sin antes cambiar de página. Una tarde, estando en nuestros puestos de<br />

observación, Yael me preguntó si yo lo hacía y si me excitaba ver a mujeres<br />

desnudas. A su primera pregunta le contesté que no. Aunque era cierto que me la<br />

solía restregar sin grandes resultados. A los nueve años mi cuerpo daba para muy<br />

poco. En cuanto a las mujeres desnudas le dije que sí, que un montón. Yael<br />

entonces se subió la camiseta y aparecieron dos bultitos rosados.<br />

- ¿Te gustan mis tetas? - me preguntó sin apiadarse.<br />

- Sí, claro. Pero no son muy grandes - le contesté medio muerto.<br />

- Claro burro, ¿cómo quieres que las tenga? Pero en cuanto me venga la<br />

regla se me pondrán como melones.<br />

La voz de Dinah, reclamándonos para merendar, me salvó de aquel<br />

machaque tan propio de las mujeres; pero, alguna vez, estando en nuestro puesto<br />

de observación, Yael me cogía la mano poniéndola sobre sus minúsculos pechos.<br />

Dos días antes de mi marcha, quiso que le tocara el pubis por encima de sus<br />

braguitas blancas. A punto de empezar a moverla, como me había enseñado<br />

Âdele, entró Dinah en la habitación, algo que sucedía con frecuencia y que<br />

formaba parte de la emoción, pero, advertidos por sus pasos, que ya resonaban en<br />

la escalera, nos escondíamos en un recoveco, entre enormes cajas y algunas<br />

maletas. La tarde siguiente a aquella especie de coitus interruptus, al llegar a casa<br />

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