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- No, Mateo, las cosas no se deben dejar pasar.<br />

Tal para cual, concluí.<br />

El uno de diciembre no sólo fue un día mágico sino que el día en que<br />

empezaron a cambiar las cosas. La noche anterior mamá había decidido que los<br />

abuelos y yo iríamos a merendar al centro acompañados de Roberto, el marido de<br />

Marcia. El abuelo protestó porque le quitaban su mejor tarde de tertulia.<br />

- Además hija - rebatió a mi madre -, ¿en qué coche quieres que<br />

vayamos? En el pequeño, la abuela y yo, no nos podemos meter sin<br />

que se nos rompan las piernas y si vamos en ese tanque que llevas, nos<br />

partiremos la crisma.<br />

- No te preocupes, papá, iréis en el coche de Roberto. Es amplio y<br />

confortable. Anda, ve con ellos – insistió dándole un beso en la mejilla.<br />

Como el abuelo era incapaz de negarle nada a mamá, a las cinco en punto<br />

estaban los tres a la puerta del colegio desde donde Roberto nos llevó hasta la<br />

catedral y de ahí, caminando, a la calle Petrixol. A medida que el coche se<br />

acercaba al centro fueron apareciendo radiantes, una a una, las primeras luces de<br />

Navidad. La abuela, sin embargo, dijo que la Navidad le entristecía.<br />

- ¿Por qué, abuela? ¡A mí me encanta!: es el mes de los regalos.<br />

- Cuando seas viejo como nosotros, Mateo, te darás cuenta de que los<br />

regalos no suplen las ausencias.<br />

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