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José María Salcedo EL VUELO DE LA BALA - "CHEMA" Salcedo

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Ingresé, por fin, al pabellón asignado.<br />

Larga cola de pacientes esperaba su turno, unos de pie, otros sentados en bancas<br />

de madera. Me acerqué a una enfermera: ya me llamarían, habría que aguardar.<br />

Aproveché la circunstancia para circular por el pasillo. Piso de losetas, pequeñas<br />

oficinas a sus lados, un modesto mural de cartón que recogía dibujos de los pacientes. A<br />

un costado, los dormitorios: catres de hierro verde, pacientes en pijama, una radio a todo<br />

volumen con el Puma Rodríguez en todo su esplendor.<br />

Uno de los internos me llamó: "Oye, flaco, pásate un cigarrito". Se lo extendí.<br />

Eran cigarrillos Inca. Los había llevado porque una de las condiciones de la verosimilitud<br />

psiquiátrica en el Larco Herrera, es la pobreza.<br />

El hombre me agradeció el cigarrillo y siguió reposando en la cama. Fue mi<br />

primer encuentro con lo que luego certificaría como la letanía del hospital: "Un cigarrito,<br />

un cigarrito, un cigarrito".<br />

La mayoría de los pacientes que esperaban turno estaban acompañados de algún<br />

familiar. Yo iba solo. Los familiares me observaban con una mezcla de sorpresa y<br />

comprensión.<br />

Finalmente, mi número —el mismo que constaba en el ticket que me habían<br />

entregado a la entrada— fue pronunciado por una voz de mujer.<br />

Reaccioné lentamente, como con cansancio, y me hicieron subir al segundo piso<br />

del pabellón. Escaleras desvencijadas me condujeron a una oficina de muebles viejos y<br />

gastados.<br />

Allí, una psicóloga, detrás de un escritorio, me hizo tomar asiento. Era una mujer<br />

de baja estatura, vestida de oscuro, de mediana edad.<br />

Fueron preguntas que respondí con evidente desgano, testimonios para lo que fui<br />

intuyendo como las bases de una historia clínica. La actitud de la mujer era francamente<br />

amable y sus preguntas se orientaban hacia posibles antecedentes de alcoholismo o<br />

drogadicción, el por qué había llegado solo hasta ese lugar, mi interés en la vida o el<br />

trabajo, la profesión de mis padres. Sospecharía o no un supuesto pasado de esplendor<br />

económico, el hecho es que en un momento me comentó: "Claro, es lógico que no le<br />

interese la vida cuando se tiene plata".<br />

Llenó varios cuadernillos con mis respuestas y luego me hizo bajar. Pasé entonces<br />

a una suerte de antesala. Allí un médico me midió presión y temperatura, mientras yo<br />

observaba las paredes. De una de ellas colgaba un inmenso cuadro con una suerte de<br />

clasificación oficial de las enfermedades mentales. Era una larga lista. Junto a cada<br />

nombre —por lo menos junto a varios de los nombres—, el nombre de un medicamento.<br />

Recuerdo ahora el que resulta una suerte de fármaco universal en el Hospital: Largactil,<br />

una sustancia química que actúa en el cerebro. Dicen que gracias a ella ha disminuido el<br />

número de ciudadanos que deben internarse y el tiempo de permanencia en los hospitales.<br />

Minutos después, entré a un consultorio. No narraré aquí los pormenores de esta<br />

mi entrevista con un psiquiatra del hospital. Sólo diré que salí de allí con una receta de<br />

urgente administración. Y de paso, la advertencia de una posible faringitis. Al menos en<br />

este último caso, el médico tenía razón: un pertinaz resfriado me acosó pocos días<br />

después.<br />

Con mi receta en la mano, abandoné el hospital. En la avenida del Ejército detuve<br />

a un auto de alquiler. El vehículo paró, pero el chofer dudó unos instantes. Luego subí e<br />

indiqué una dirección. El hombre del volante me oteó con cierta desconfianza durante

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