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José María Salcedo EL VUELO DE LA BALA - "CHEMA" Salcedo

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Reagan, los azules<br />

y la cazuela<br />

Cuando todo parecía perdido, lo primero que se escuchaba era la cometa de<br />

ataque. Ya se sabía que no tardarían en aparecer, todos de paño azul —cómo sudarían<br />

entre tanto desierto— con botones, dorados y el sable encorvado.<br />

Los indios eran malísimos y ya estaban incendiando las carretas. Los colonos eran<br />

buenos, comían frijoles en platos de aluminio, siempre calentaban el café en unas<br />

fogatitas que nunca se acababan y usaban tirantes —los hombres— y tremendas polleras,<br />

las mujeres.<br />

En el cine de mi barrio, la cazuela empezaba a zapatear, para que los caballos de<br />

los azules corrieran más rápido. Si había una emboscada de los indios, la platea le pasaba<br />

la voz al primero de los exploradores que generalmente era indio, pero de los buenos, es<br />

decir, de los que sabían por dónde iba la cosa, el progreso de las carretas.<br />

Poco después, todo acababa. Las carretas podían continuar y todos nos dábamos<br />

cuenta que el cañón del Colorado era efectivamente colorado, porque atardecía, el cielo<br />

se ponía rojo de atardecer, ya había technicolor y las carretas de los colonos se<br />

empequeñecían al fondo del telón. Afuera, había la guerra fría.<br />

Los indios habían rodeado Berlín, que era también como un círculo de carretas<br />

que al medio tenía una fotografía de la libertad. Otros indios chinos —malos— habían<br />

empujado a los colonos chinos —buenos— a nadar hasta una islita que, con el tiempo, de<br />

Formosa, pasó a ser República.<br />

John Wayne era el mejor. De Ronald Reagan sólo podría decirse que cumplía,<br />

más bien discretamente, con cowboyadas también discretas, sabiamente incapaces de<br />

aspirar a ningún premio de la Academia.<br />

Puede sospecharse que el fasto de las celebraciones norteamericanas con motivo<br />

del cambio de mando, tiene algo de espectáculo de compensación para el joven de la<br />

película que, ante las cámaras, no dio nunca el gran show. Carter era bueno, pero las<br />

carretas se le perdían con tanto flechazo incendiario, mientras él se entretenía buscando<br />

fosforitos para encender la pipa de la paz y las señoras faldonas de los buenos colonos ya<br />

no tenían seguridad ni para lavar pañales en el arroyo.<br />

Los azules, tenían que llegar. Por eso, todos estos años, en su ranchito de<br />

California, Reagan tenía que seguir trotando para que Nancy el miércoles 21 de enero de<br />

1981 pudiese estrenar su vestido de color favorito, rojo, que no es desde luego el de los<br />

pieles rojas sino el de las pantallas, cuando atardece por la quebrada, poco antes de que<br />

diga "end". La edición de La Prensa del martes pasado, cómo recuerda los pataleos<br />

auspiciadores de las cazuelas al llegar los azules.<br />

¿Cómo no ceder paso a la nostalgia cuando esa página ocho, anchísima como<br />

pantalla de cinemascope, anuncia jubilosa que "Carter pasa a Reagan la antorcha<br />

de la libertad? Y más abajo: "Hijo de tendero sucede en cargo al de campesino". Un

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