José María Salcedo EL VUELO DE LA BALA - "CHEMA" Salcedo
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¿Quién es usted?<br />
Terminaba la primera guerra mundial, el Kaiser se rendía y en París la gente<br />
volvía a ser feliz. Había terminado esa gran guerra y, naturalmente, todavía no tenía<br />
número. Nadie piensa que la próxima desgracia puede ser peor, de manera que a las<br />
tragedias no se las ordena o clasifica, mientras no haya otra que justifique la numeración.<br />
En general, la gente se sintió feliz, con excepciones. De la guerra llegaban los<br />
inválidos y los inmediatos desempleados. Había viudas, huérfanos y enamoradas sin cita.<br />
Pero de aquella masa de gente en desgracia, tal vez un grupo llevaba la parte peor. Eran<br />
los familiares de los desaparecidos. Mentira piadosa o coartada para alargar angustias,<br />
tras el membrete de desaparecido acechaba la esperanza. Posibles prisioneros por canjear,<br />
posibles heridos sanando tal vez en una aldea fuera de toda carretera, posibles —qué<br />
importaba— traidores a la patria, sin uniforme, sí, pero con vida: una legión de fantasmas<br />
era esperada tercamente en París.<br />
Para encontrarlos, el gobierno instaló una oficina. Con cada caso se haría un<br />
expediente que seguiría los trámites regulares de las comprobaciones, las investigaciones<br />
y los sellos de rigor. Todo sería lentamente eficaz y angustiosamente sosegado, no fuera<br />
que se cometieran irreparables errores impidiéndose a los solicitantes una razonable<br />
felicidad, aunque no sea más que por la vía de la resignación.<br />
El filósofo Gabriel Marcel —de quien tanto leímos cuando tan solo<br />
sospecháramos que el mundo pudiera ser así— trabajaba en esa oficina de desaparecidos.<br />
Debía clasificar los expedientes y atender a los solicitantes. Los primeros días podía<br />
dialogar con los desesperados. Les informaba sobre los resultados de los trámites, se<br />
enteraba a su vez de la biografía ingenua y maternal de un juvenil recluta borrosamente<br />
herido en la batalla de Verdún.<br />
Pero con el aumento de las solicitudes y el creciente grosor de expedientes, no<br />
había tiempo para nada. El joven Marcel se desesperaba ante la ventanilla tumultuosa de<br />
los familiares, hasta que una burocrática tarde se sorprendió a sí mismo pidiendo número<br />
de expediente a una de las personas con las que antes solía dialogar. Insensiblemente,<br />
cada biografía cada tarde de salchichón servido con los dedos de mamá o cada noche de<br />
baile pueblerino con la novia que sabría esperar, se habían convertido en un número. Y él<br />
mismo, el joven y sensible filósofo francés, era ya un numerador de números, o lo que era<br />
terriblemente lo mismo, un número entre los numeradores.<br />
Esa misma tarde, se puso el abrigo —ya iba siendo otoño en el París terrible de la<br />
felicidad— cerró lentamente la puerta del despacho y —sí, eso mismo, lo sospechable—<br />
no volvió jamás. En su caso, no rindió fruto el famoso argumento: si tú te vas, otro lo<br />
puede hacer peor.<br />
Es posible que entre el filósofo francés y usted, señor lector, exista esto en común:<br />
ninguno sabe quién es Abel Gonzalos. Esto lo estoy escribiendo el miércoles y acabo de<br />
hacer una pequeña encuesta, por eso lo digo. Espero que usted que me está leyendo en