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José María Salcedo EL VUELO DE LA BALA - "CHEMA" Salcedo

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La vuelta al ruido<br />

Personalmente, debo confesar que terminé parado en mi silla aplaudiendo a todo<br />

dar. Ya eran las ocho de la noche, se suponía que todo había terminado, pero nadie se<br />

movía. Fue así que tuvieron que repetir una y otra vez, más allá del cansancio y la<br />

deshidratación del baterista, una suerte de hombre araña y de diosa Kali musical que se<br />

enfrentaba a una batería de ocho tambores y sus respectivos platillos. Además, con la<br />

boca que le queda libre, soplaba variados instrumentos de viento: larguísimos cuernos<br />

araucanos que son como truenos en estado de gracia divina, poco antes del diluvio<br />

universal.<br />

Me estoy refiriendo al Campo de Marte del pasado domingo, es decir, al<br />

acontecimiento musical del año en el Perú. Se trata de la presentación de Los Jaivas,<br />

cinco señores que comenzaron años atrás llamándose High Bass y que hoy sintetizan<br />

mucho de lo mejor del aporte andino a la música universal. Sí, señores lectores. Así de<br />

exagerado. Bueno, es mi opinión.<br />

Este conjunto musical no era demasiado conocido en el país. Desde luego, hay<br />

que anotar que los precios de las entradas no han servido tampoco para que ahora este<br />

desconocimiento se reduzca espectacularmente.<br />

Pero, en fin. La mayoría de los que esa tarde llegaban al Campo de Marte no<br />

esperaban lo que les iba a suceder. Para empezar, el espectáculo comenzó con notable<br />

retraso, creciendo la expectativa y debatiéndose el público entre dos posibilidades: la<br />

aparición de unos charanguistas más o menos modestos o la irrupción de unos músicos<br />

pop, más o menos mistificadores de la música andina. Más aún, el escenario estaba<br />

repleto de micros, cables eléctricos, un órgano electrónico que se adivinaba como una<br />

computadora, pitos, matracas, varios parlantes elefantiásicos, más cables y más micros.<br />

De entre todo este laberinto, destacaba, como en un altar, la batería gigante.<br />

Todo empezó, precisamente, con esta batería. Se abrieron los cielos y la tierra<br />

empezó a tronar un ranrahirca musical, un terremoto andino, insolente, inesperado, pero<br />

antimortícola y saludable. Se trataba de una bola de fuego compuesta de un piano<br />

virtuoso, guitarras eléctricas y de las otras a veces severas y a veces traviesas, zampoñas<br />

que ya las hubiera querido don Juan Sebastián Bach en sus tiempos, bombos, tambores<br />

varios, maracas, cueros tropicales con carnet indiscutible de ciudadanos del mundo,<br />

castañuelas andaluzas que cantaban a la liberación del indio, cuernos araucanos que<br />

deben haber velado el entierro glorioso de Caupolicán, el famoso organillo electrónico<br />

que era como la central telefónica para comunicarse con un ovni del que, con toda<br />

naturalidad, podía haber descendido nuestro señor Manco Cápac, señora e hijos.<br />

Y todo muy ruidoso, muy rítmico y —diría y llego a decir— muy primitivo. ¿Qué<br />

sucedía? Que la música andina le daba la vuelta a la electrónica y se afirmaba en todo su<br />

esplendor, demostrándose que no se trataba, pese a algunas apariencias, de una<br />

mistificación del Ande por la electrónica, el jazz y el rock, sino en todo caso al revés: el<br />

Ande absorbía cientos de años de tecnología y decenas de años de computación y se<br />

afirmaba sin perder nada de lo propio.

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