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José María Salcedo EL VUELO DE LA BALA - "CHEMA" Salcedo

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Me mira, lo miro. "Oye flaco, ¿no quieres tomarte una cerveza?" "¿Por qué no?",<br />

me responde. Así conocí a El Seco, fumón, parlero inveterado, experto laqueador de<br />

automóviles, ciudadano del Perú.<br />

Hemos entrado a una cancnita de piso de tierra y pizarrines con ofertas de<br />

sandwiches de chicharrón y menú económicamente inverosímil. Estamos a pocos metros<br />

del 'Callejón de los Intocables", emporio pastelero al que la policía suele entrar<br />

adecuadamente reforzada.<br />

El Seco es un típico exponente de eso que los expertos denominan la "subcultura<br />

de la PBC". La "subcultura" ha desarrollado una terminología especial emparentada a los<br />

rituales del consumo pastelero y a la jerga del hampa limeña de los años setenta. Es, en el<br />

fondo, un recurso de identidad de los pequeños comerciantes y consumidores de la droga.<br />

Si alguien, con razón, puede decir que la drogadicción o la fármaco-dependencia<br />

avanzada generan una suerte de disolución de la personalidad, no es menos cierto que el<br />

consumo constituye también una forma de socialización, una forma de pertenecer a un<br />

"otro mundo", atravesado, sin embargo, por las leyes económicas que rigen al "mundo<br />

oficial".<br />

En fin, El Seco mira la cámara del Chino Domínguez y nos sorprende con una<br />

exigencia: "quiero que me retraten bien, nada de taparme la cara. Quiero salir bien, para<br />

que todo el mundo vea lo que soy. Total, yo soy malogradazo, fumo a forro, me voy a<br />

seguir intoxicando así que me vean bien, quiero salir bien manyado".<br />

Pero no hay amargura en su expresión. Quizás sí, algo de resignación y algo<br />

también de una suerte de infantil alegría del que quiere convertirse en héroe de sus<br />

propios sueños.<br />

El Seco ha cumplido los veintidós años de edad, sigue temblequeando los brazos<br />

en esta mesa descascarada, sonríe abiertamente y no necesita esperar preguntas para<br />

hablar, aunque a todo responderá con absoluta rapidez, sin el menor asomo de duda.<br />

Nació en Surquillo, tiene hermanos mayores, su padre pronto abandonó el hogar y<br />

ahora su padrastro le ha enseñado un oficio: laqueador de automóviles. Naturalmente,<br />

trabaja esporádicamente y la mayor parte de sus ingresos los dedica a la adquisición de la<br />

pasta pero señala "también le rompo la mano a mi vieja, porque si no se la rompo, me tira<br />

la toalla".<br />

Comenzó a los dieciséis años de edad y lo inició un amigo surquillano: "En esa<br />

época, tres o cuatro patas salíamos de una fiesta y cogoteábamos parejas. Yo lo agarraba<br />

del cuello al hombre y los otros cuadraban a la hembra. Todo lo que sacábamos lo<br />

invertíamos en trago y pastita".<br />

Luego se hizo vendedor. ¿Sus clientes? Al principio, muchachos como él, luego<br />

gente de todas las edades. Recuerda con especial simpatía a los empleados bancarios y<br />

especial odio "a los rayas". "Los rayas venían con cinco lucas y querían que les diera más<br />

de diez paquetes. Había que darles o mancabas".<br />

Dos o tres veces conoció el albergue de menores. Escarmentara o no, fue dejando<br />

el comercio para convertirse —simple y terriblemente— en un habitual consumidor. Eso<br />

sí, de sus épocas de traficante destaca una suerte de orgullo profesional: "nunca he metido<br />

bomba a mis clientes. Si son mis clientes ¿cómo les voy a meter bomba? Me maleo yo<br />

mismo y ya no me vienen a comprar".<br />

"Acá a la vuelta —comenta— hay seis vendedores fijos. Cada uno se venderá<br />

setecientos mil soles diarios. Algunos pasan de un palo. Si uno nomás a veces compra

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