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SEnZA FInE<br />
Orillas del tiber siempre revueltas y tan confusas como<br />
los pensamientos de quienes las contemplamos.<br />
Puente Garibaldi sin valor artístico, ancho, rudo, ruidoso,<br />
repleto de coches que van hacia el trastevere o regresan<br />
de él. En medio de este paso me planto frente a la<br />
proa de la Isola tiberina. Para llegar a ella es inevitable<br />
tomar una decisión. O ir por la Anguillara del lado del<br />
trastevere, o por el Lungotevere dei Cenci. Opto por este<br />
último camino bordeando el antiguo barrio judío con<br />
la gran sinagoga cuya alta y esbelta cúpula se divisa desde<br />
cualquier punto de Roma. Los judíos habitaron esta<br />
urbe desde tiempo inmemorial y, en el siglo XVI, recibieron<br />
a muchos cientos de sefardíes. Si diera unos pasos<br />
más allá me encaminaría hacia el Aventino (en la antigua<br />
capital del mundo era una colina popular y conflictiva,<br />
mientras que en la actualidad es una de las colonias residenciales<br />
y de culto católico más bellas y selectas), pero<br />
llego de un modo imprevisto al lugar donde, desde la antigüedad,<br />
se curaba a la gente. Los romanos se trajeron al<br />
dios y médico griego metamorfoseado en una serpiente.<br />
El eligió residir aquí hasta nuestros días, es decir, hasta la<br />
misma eternidad. Donde estuvo el antiguo Asclepeion se<br />
encuentra, desde hace más de un milenio, la iglesia de<br />
San Bartolomeo, en la popa; mientras que en la proa<br />
funciona aún el Ospedale dei Fatèbénefratelli. Los romanos<br />
le dieron a la isla el aspecto de una nave en re-<br />
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