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La casa era botada a la noche, la ti-ar-korrigan<br />
con los mascarones de piedra escrita<br />
y las páginas del libro apócrifo transparentadas<br />
por la inquieta luz de las lámparas de gala.<br />
El secrétaire en qué rumor de hoteles se hacía añicos,<br />
archipiélago acodado en los palcos batidos por alas de amianto.<br />
Las voces que escuchábamos ya no venían de las conchas<br />
sino de los teléfonos descolgados en las gasolineras vacías<br />
que anunciaban los puertos cerrados camino del campo estrellado.<br />
Cetarias llenas de pulpos enroscándose en la vorágine<br />
y para su selección el gancho recorría una existencia incierta.<br />
Qué frágil era la silueta del buzo en el agua<br />
con todo su caparazón de talón de Aquiles.<br />
La terraza dominaba la quietud de un océano enredado de medusas<br />
donde el ancla daba la hora contra las espinas de cal.<br />
En la alcoba, algas y cabellos, los dedos zozobrando<br />
en el teclado eléctrico de los remites. De qué curvas huíamos<br />
contra tanto fulgor de ocaso y crepúsculo<br />
mientras el último reflejo seguía en el marco dorado su caída<br />
como emasculado músculo sobre la tela de araña<br />
que hay en el interior de todos los espejos.<br />
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(de La estancia saqueada)