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y<br />
Montaigne, en sus Ensayos, me enseñó que el consuelo<br />
no está en el vivir sino en el aprender a morir. Maurice<br />
Blanchot me mostró que el escribir no es dejar huellas,<br />
sino borrarlas; que el escribir no es mostrarse presente,<br />
sino ausentarse. Blanchot me habló de la soledad de la<br />
obra, de su ilegibilidad, de su inacabamiento, de su ser<br />
tan inútil como indemostrable, de la diferencia entre la<br />
palabra bruta (la que informa para desinformar) y la<br />
esencial (la que comunica sin informar), y también me<br />
habló del poeta como aquél que escribe y entiende un<br />
lenguaje sin sentido. Blanchot me enseñó a releer a Hölderlin,<br />
Mallarmé, Kafka, Valéry o Rilke. Mi visión juvenil<br />
y desorientada por los alardes metafóricos y épicos de<br />
la Anábasis de Saint-John Perse, cambió radicalmente<br />
(sin por ello olvidarme del paisaje y la naturaleza como<br />
un estado del alma) al encontrarme con ensayos como:<br />
L´ espace littéraire, Le pasa au-dela, Faux Pas o L´amitié.<br />
De la misma manera considero esenciales los textos de<br />
Heidegger, ¿Y para qué poetas? o Poéticamente habita el<br />
hombre, antecedentes del propio Blanchot.<br />
Poesía y filosofía, escribió Friedrich Schlegel, son un<br />
todo indivisible, eternamente vinculadas, aunque rara<br />
vez juntas. ¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?<br />
Heidegger trató de responder a la pregunta elegíaca de<br />
Hölderlin llenando el vacío de lo sagrado. Gadamer,<br />
Paul de Man y la poesía del devenir, Wallace Stevens y El<br />
ángel necesario, así como los poemas y ensayos de Eliot,<br />
Pound, Benn, Seferis, Ungaretti, Fernando Pessoa o Paul<br />
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