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Ilusiones perdidas

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lugares comunes de la conversació n por donde se<br />

salvan los imbéciles, se referıá a los intereses má s<br />

ıńtimos de su vida. "Por complacer a la señ ora de<br />

Bargeton, esta mañ ana he comido ternera, que a<br />

ella le gusta mucho, y ahora el estó mago me hace<br />

sufrir —decıá—. Lo sé, y siempre me dejo coger,<br />

explı́queme este fenó meno." O bien: "Voy a llamar<br />

para que me traigan un vaso de agua azucarada.<br />

¿Quiere que pida otro para usted?" O bien: "Mañ ana<br />

montaré a caballo e iré a visitar a mi suegro." Estas<br />

pequeñ as frases, que no daban pie a ninguna<br />

discusió n, arrancaban un no o un sı́ a su<br />

interlocutor, y la conversació n decaıá por completo.<br />

El señ or de Bargeton imploraba entonces la ayuda<br />

de su visitante colocando al oeste su nariz de viejo<br />

dogo asmá tico, mirando con sus grandes ojos<br />

zarcos como queriendo decir: "¿Decıá?" A los<br />

pesados que siempre estaban dispuestos a hablar<br />

de sı́ mismos, los mimaba y los escuchaba con una<br />

delicada y honrosa atenció n que le hacıá tan<br />

inapreciable que a los charlatanes de Angulema le<br />

concedıán una disimulada inteligencia y le<br />

consideraban incomprendido. De esta manera,

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