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La piel del lagarto

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dos al hígado con un bate, <strong>del</strong> rostro sumergido en<br />

la mierda de la sonrisa final con que despidió a los<br />

torturadores liberadores que lo metían a coñazos en<br />

un hueco de tierra húmeda y todo lo que quería, el<br />

afán egoísta de los suicidas). Nuestros olores bailaban<br />

por el cuerpo, reposaban sobre la cobija de tela<br />

basta, en el brillo perlado de mi palo. Mientras me<br />

bañaba preguntó si estaba de guardia.<br />

—Sí, la última —respondí.<br />

Camino <strong>del</strong> hospital agradecí la brisa en el rostro,<br />

la luna menguante, el tráfico escaso. Entré por<br />

la lavandería y me colé por los sótanos: un cementerio<br />

de camas inservibles y equipos oxidados. Excusas<br />

sobraban para mi ausencia. Al llegar al Servicio<br />

supe que algo había ocurrido: el movimiento<br />

era inusual. <strong>La</strong> enfermera me miraba con reproche:<br />

—<strong>La</strong> <strong>del</strong> cuarenta y cinco, doctor, está muy mal.<br />

Llamé al de Terapia.<br />

Se estaba muriendo. Era gorda y blanca como la<br />

ballena de Ahab. Boqueaba con el cansancio que<br />

sigue a la batalla. El residente de Terapia Intensiva<br />

le clavaba un largo catéter en el cuello. <strong>La</strong> lengua,<br />

que salía entre sus labios resecos, era un pergamino<br />

oscuro y arrugado. No respondía al llamado, ni<br />

al dolor, ni a mi miedo. Tomé una inyectadora y<br />

busqué en el nacimiento de los muslos la arteria<br />

femoral, convencido de que no servía de nada. El de<br />

Terapia, que me odiaba, preguntó con burla:<br />

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