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La piel del lagarto

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—Entonces dime, coño, y para el jueguito.<br />

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Mario sabía<br />

que hacerla llorar era mal negocio. Luego se revolvería<br />

la rabia, la indignación, las ganas de humillarlo<br />

hasta verle el hueso.<br />

—Repito, fue demasiado —El perico sobre el<br />

muro <strong>del</strong> malecón, Martha y Carmen comiéndote<br />

las muñecas, y todos los negros que te cogieron allí,<br />

contra la estatua ¿sabes cuántos fueron?<br />

—No. Tú sí ¿verdad? Los contaste ¿verdad? Te<br />

gustó verme ¿verdad?<br />

—No sé, Kranya, no lo sé.<br />

Le acarició la mejilla. Ella se ladeó un poco, a la<br />

manera de los gatos satisfechos, cerró los ojos enmarcados<br />

en ojeras profundas, unas arruguitas se le<br />

hacían alrededor de los labios: los años, los trasnochos,<br />

la cocaína, los insomnios.<br />

Salieron hacia el sol que daba a las cosas apariencia<br />

de ser hechas de cristal. Ellos <strong>del</strong>ante, la niña<br />

atrás, tocada con un sombrero ancho de paja bajo el<br />

que se derramaban los bucles, un angelito de esos<br />

que representan al viento en los mapas antiguos.<br />

Se dirigían al muelle en busca de un bote que los<br />

llevara a la playa. Los gritos en la calle, los carros<br />

repletos de gente, la licorería hasta el tope. Mario<br />

metió el hielo, las cervezas y los refrescos en la cava,<br />

complació a la niña con un chocolate, a última hora<br />

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