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Historia de una alfombra<br />
Cuando llueve, el río deja de ser espejo y se vuelve<br />
una fiesta de chispazos. Aquella tarde veníamos<br />
de Comunidad, una isla con habitantes de ojos rojos.<br />
<strong>La</strong> selva había borrado el paso <strong>del</strong> tiempo, la<br />
lluvia se había metido en nuestros cuerpos como<br />
un dolor, una larga enfermedad. En la voladora éramos<br />
tres los tripulantes: el teniente de la guardia, el<br />
motorista y yo, médico rural, harto de aquel caldo,<br />
pueblo de mierda llamado Maroa.<br />
A lo lejos, un punto sobre el río negro. Una presencia<br />
que rompía el ruido monótono <strong>del</strong> motor,<br />
algo vivo distinto a los chillidos que emergían <strong>del</strong><br />
laberinto de manglares. El motorista enfiló la voladora<br />
cuando lo señalé, el teniente levantó la mirada<br />
desde el aburrimiento: un indio en una canoa inverosímil,<br />
remando con un rifle entre las piernas tras<br />
un bulto ¿un animal? mancha peluda unida a él por<br />
hilos invisibles, como las mascotas a sus dueños, las<br />
madre a sus hijas, la mujer a los sueños que la protegen<br />
<strong>del</strong> pene flácido de su marido.<br />
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