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La piel del lagarto

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—Por aquí —le volvió a decir el hombre.<br />

Se sumergieron en unos sótanos que servían de<br />

estacionamiento. <strong>La</strong> luz ocre que se colaba desde la<br />

bocacalle arrullaba a los carros que parecían recién<br />

nacidos agobiados en un retén.<br />

—¿Falta mucho? —preguntó <strong>La</strong>ura.<br />

—No. Casi llegamos —respondió el gordo<br />

mientras descendía por unas escaleras de caracol<br />

ennegrecidas por el hollín. Abajo estaba más oscuro,<br />

unos pocos autos oxidados parecían despojos de<br />

un holocausto nuclear. <strong>La</strong>ura se detuvo:<br />

—No, mira, no te preocupes, otro día vuelvo, es<br />

que me tengo que ir.<br />

—Pero si ya estamos llegando —le dijo el gordo.<br />

—Sí, pero es que me tengo que ir. Disculpa —dijo<br />

<strong>La</strong>ura.<br />

—Sí eres desconfiada, flaca —le dijo el hombre,<br />

y le soltó un derechazo que se estrelló en su mandíbula.<br />

Salió disparada hacia atrás y se golpeó la cabeza<br />

contra el concreto sucio. Cayó de rodillas. El hombre<br />

se le acercó y la golpeó en el pecho, la sostuvo<br />

por las tetas apretándoselas, retorciéndoselas con<br />

fuerza. Luego la agarró por el pelo y volvió a darle<br />

contra la pared. <strong>La</strong>ura empezó a llorar:<br />

—No, qué pasa, déjame —le dijo.<br />

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