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La piel del lagarto

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sayuno, cuando pasé la ronda estaba muy sonreído<br />

moviendo los dedos de los pies. <strong>La</strong> esposa vino en<br />

la tarde, lo saludó pasándole la mano por la frente,<br />

y empezó la letanía que si debían la luz, el agua,<br />

el teléfono, el colegio de las niñas, que mejor las<br />

retiraban y las ponían en una escuela pública, que<br />

el árabe <strong>del</strong> apartamento la llamaba todos los días<br />

para cobrarle, que parecía que en la oficina iban a<br />

botar a un gentío, que el cabrón <strong>del</strong> médico residente<br />

se le esconde cada vez que la ve.<br />

—Hoy no he tenido fiebre en todo el día, Glenda<br />

—le dijo Humberto.<br />

—¿Y cómo sabes?<br />

—¿Cómo que cómo sé? Porque me siento bien,<br />

no me ha dado el ahogo ni la sudadera. No he tenido<br />

fiebre.<br />

—¿Y entonces por qué el maricón de Ramírez<br />

no me lo ha dicho? —preguntó Glenda.<br />

—Porque no lo sabe, mi amor. Hoy no ha pasado<br />

por aquí. Pero es verdad, me siento bien.<br />

—¿Y entonces? —preguntó Glenda.<br />

—Que ojalá me pueda ir de esta mierda.<br />

Se quedaron en silencio un rato. Glenda le arreglaba<br />

la almohada, le sobaba la frente, Humberto<br />

se quedó mirando por la ventana el regreso de las<br />

guacamayas gritonas hasta que se puso oscuro. Pasé<br />

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