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La piel del lagarto

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de su vida, un gordo inmenso profesor de física<br />

(experto en Cosmología) que reta cada día a unos<br />

portus en un duelo por ver quién come más perros<br />

calientes.<br />

—Ajá. —Camina hasta la cocina, deja el frasco<br />

sobre la mesa <strong>del</strong> comedor (las patas <strong>del</strong>gadas como<br />

un suspiro sobre las que se posa un cristal ingrávido.<br />

Starck too, of course) y busca algo en la nevera.<br />

Sólo la disciplina más férrea, los aeróbicos más<br />

cuidados, la escaladora diaria y extenuante son capaces<br />

de lograr esas nalgas perfectas, la raja tensa<br />

como un reloj de arena.<br />

—¿ Y eso? —le pregunté<br />

El pececito estaba tapizado por unos puntos algodonosos<br />

que no auguraban nada nuevo.<br />

—Me lo regalaron. En la oficina.<br />

Martha le puso al bicho un nombre oriental,<br />

Yuyo, o Puyi, no recuerdo bien. Lo cuidaba, lo mimaba,<br />

le sonreía cada pirueta. Jodido ¿no? Un perro<br />

te da la pata, un gato ronronea, pero con Yuyo, o<br />

Puyi, había que tener la paciencia de una profesora<br />

de niños autistas. Adivinaron. Simultáneamente,<br />

ineluctablemente, Martha comenzó a alejarme con<br />

su ceño fruncido, llegaba <strong>del</strong> trabajo y abrazaba al<br />

pez (abrazaba el frasco, hasta le estampaba un besito)<br />

y para mí la cara de culo reserva especial, un suspiro<br />

hondo, quizás una pregunta leve en la que se<br />

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