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La piel del lagarto

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Era Irene. Insomne y clara y pura y con los ojos<br />

de gata recién parida que me esperaba.<br />

En esta ciudad las noches amenazan siempre.<br />

Pero hoy, con la lluvia y el terror que atravesaba<br />

como una hoja de bisturí N°3, las calles solitarias parecían<br />

fotos de Marte enviadas por una sonda gringa.<br />

Conduje como loco, regocijándome por las olas<br />

que levantaba el carro al pasar por los charcos, tan<br />

sólo lamenté que no hubiera nadie a quien mojar.<br />

Me pareció extraño escuchar ruido de aviones en la<br />

oscuridad: un rumor ahogado, un aviso que viniera<br />

de lejos y no se pudiera descifrar. Estacioné frente a<br />

la casa de Irene. Amanecía y, esta vez, el cerro no me<br />

devolvió la paz como hacía siempre. Parecía prisionero,<br />

enyesado por nubes grises que lo sobaban con<br />

lascivia. No se adivinaba el sol, derrotado de antemano<br />

por el agua que caía con saña. En el edificio<br />

de Irene, una sola luz, la de su cuarto, me guiaba.<br />

Vivía sola en un apartamento de un ambiente decorado<br />

por su ex esposo, un fotógrafo alcohólico a<br />

quien Irene llamaba el amor de su vida. Ese es otro<br />

cuento: Irene zahiriéndome, mortificándome, ninguneándome<br />

a cuenta de que no era intelectual. Ni<br />

ganas que tengo, ni falta que me hace. A todos esos<br />

drogadictos y maricones lambucios de subsidios me<br />

los paso por el forro. Yo soy médico de la Universidad<br />

<strong>del</strong> Zulia, con postgrado en la UCV y PhD<br />

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